sábado, 17 de julho de 2021

64 - LA FELONÍA INGLESA

-He visto muchas felonías y piraterías andando por el  mundo como hombre de negocios- contaba el agente comercial, Florencio Delgado, cuando consiguió que los ingleses le permitiesen volver a Vigo-, pero ninguna felonía como la que acaba de padecer la escuadra que nos traía de las Indias. Soy un hombre de paz, pero juro que no quiero más ser español si nuestro rey no les declara la guerra.-

-Por favor, cuéntenos por orden todo lo que ocurrió, a ver si conseguimos comprenderlo- pidió Masetti.

-Justo un año después del tratado de Amiens que a todos nos hizo felices porque de nuevo se podía navegar y comerciar sin amenazas, los ingleses lo incumplieron, y de nuevo le declararon la guerra a Francia. Nuestro país tenía un pacto previo de alianza militar con Francia, pero hizo todas las maniobras posibles ante los ingleses para poder mantenernos neutrales, seguir comunicándonos con nuestros reinos ultramarinos y regenerar el tesoro real.

Napoleón, por su parte, aceptó nuestra neutralidad poniéndoles a nuestros diplomáticos tres condiciones: que daríamos refugio a sus barcos en nuestros puertos, que traspasaríamos a Francia, bajo su bandera, un número de nuestros navíos de guerra, y que compensaríamos nuestra falta de apoyo militar en oficiales y hombres, dándoles como indemnización una enorme cantidad de oro y plata.  

Asegurada nuestra neutralidad ante ambos beligerantes, el rey mandó fletar, en noviembre de 1802, desde Ferrol, una flota de cuatro fragatas para que llevase mercurio al Perú, con el cual se pudiese extraer la plata y convertirla en monedas y lingotes para llevarla de vuelta a España, además de todos los impuestos para la Corona que se habían ido acumulando durante los años de bloqueo.  

Yo me encontraba en Montevideo cuando las cuatro naves, después de un accidentado cruce del Cabo de Hornos, desembarcaron en aquel puerto para reponerse, antes de saltar el Atlántico. Había conseguido del brigadier José Bustamante y Guerra, el que había comandado la famosa expedición científica de Malaspina a Alaska, amigo mío, pasaje en la flota para regresar a la Península con todas mis ganancias del año anterior. En mi misma situación se encontraban bastantes comerciantes y funcionarios, que también se llevaban a sus familias. 

Bustamante me presentó a otro militar notable, Diego de Alvear. En fin, la flota iba a zarpar desde Montevideo hacia Cádiz. En la Mercedes viajaban el general Diego de Alvear, su esposa y ocho hijos, un sobrino y cinco esclavos negros. Regresaban con toda la fortuna que él había amasado durante treinta años de servicio en las Américas.

Alvear iba a viajar en la fragata Mercedes, junto con su esposa María , a la que también conocí, su familia y deudos. En el último momento, el comandante de la fragata Medea enfermó y tuvo que hospitalizarse en Montevideo. Cumpliendo el reglamento naval, Alvear lo sustituyó en el comando por ser el siguiente en el escalafón, así que tuvo que separarse de su familia durante la travesía. Su hijo primogénito de dieciséis años, Carlos María de Alvear, que era cadete en el Regimiento de Dragones de Buenos Aires y su asistente, se vino  con él a nuestro barco

Las cuatro fragatas españolas eran la Medea (que era el buque insignia), la Fama, la Mercedes y la Santa Clara montaban un total de 148 cañones y estaban dotadas con una tripulación 1.089 hombres.

Muy cerca de Cádiz, el 5 de octubre de 1804, cuando ya se avistaba el cabo de Santa María, en el sur de Portugal, cuatro fragatas británicas de un porte superior al nuestro, nos salieron al paso. Yo iba en la Medea con Bustamante, que era un guerrero avezado, y, a pesar de encontrarnos en paz con los ingleses, dio señales a todas las naves de que se pusiesen en alerta.

La flota británica estaba compuesta por las fragatas Indefatigable, Medusa, Amphion y Lively, que iban armadas con 184 cañones y dotadas con 1.110 hombres de tripulación. Formó línea de combate a barlovento nuestro, a medio tiro de cañón. Los ocho buques se encontraban emparejados en dos líneas paralelas

Nos hicieron una señal imperativa de detenernos para proceder a un reconocimiento. Lo hicimos, y nos enviaron un oficial en un bote. Aunque yo hablo buen inglés, Bustamante hizo venir a Alvear, que domina esa lengua, para que el británico tuviese como interlocutor a un alto oficial uniformado, quien llegó escoltado por su hijo.

De cerca, pude escuchar como el emisario tenía órdenes de su rey de conducirnos a un puerto de su país. Alvear le respondió que éramos una nación en paz con la suya, que nos dirigíamos a nuestra tierra, que ya estaba próxima, y que las leyes marítimas les impedían imponernos nada. 

Llamaron entonces al emisario con una salva de su capitana, él agitó un pañuelo en dirección a ella, y dijo que iba a transmitir su informe a su superior, el comodoro Graham Moore, y que volvería con su respuesta. En cuanto subió a su navío, el Indefatigable  abrió fuego sobre nosotros con mortíferas carronadas, lo que dio señal al resto de sus fragatas para hacer lo mismo. Y Bustamante ordenó responder con todas nuestras fuerzas. Yo vi como volaban brazos y piernas arrancados de nuestra tripulación y caí al suelo golpeado por aquellos despojos como por un trallazo. En un momento, todo se volvió un infierno.

De repente oí una gigantesca explosión y Diego de Alvear y su hijo Carlos María estaban rígidos como estatuas asomados a las amuras y mirando hacia el mar. Me medio incorporé, siempre protegiéndome tras la borda, y vi que la fragata Mercedes se estaba volatilizando en mil pedazos sobre el aire, que ascendieron hasta el doble de altura que nuestras velas más altas, llevándose con ellas las vidas de doscientas cuarenta y nueve personas de su tripulación, junto con las de la familia Alvear, madre y siete hijos menores de dieciséis, todos sus bienes y los del rey que transportaba.

Un disparo incandescente de "angeles", balas unidas por eslabones y calentadas al rojo vivo para que fueran incendiarias, proveniente de las carronadas del Amphion, había penetrado en el pañol de municiones o santabárbara de la Mercedes y la convirtió en una nube de gas en expansión, causando heridos incluso entre la tripulación de su asesino a sangre fríaEn medio de los restallidos mortíferos que arreciaban sobre mi cabeza como latigazos de metralla, pude ver que, donde hacía un momento que se encontraba la fragata, sólo flotaban incontables escombros despedazados, a los que intentaban agarrarse unos pocos náufragos medio quemados. Sólo después que acabó el combate pudimos buscar a los supervivientes en las aguas, rescatando con vida y muy heridos apenas unos cincuenta.- Terminó Florencio Delgado su trágico relato.


Aunque las fragatas españolas combatieron duramente, y ya en total inferioridad de condiciones, el navío cabeza de línea intentó escapar con su carga, pero todos los supervivientes, después de muy maltrechos los barcos, fueron rendidos y capturados por fin. Los condujeron a Gibraltar y, enseguida que estuvieron razonablemente navegables, a Plymouth en Inglaterra.

 269 muertos tuvieron los españoles en el asalto, la inmensa mayoría en la Mercedes. Los ingleses sólo habían tenido 2 muertos.

Aunque algunos políticos y periódicos abroncaron a su Gobierno por un acto de piratería estatal tan a la descubierta, lo cierto es que Gran Bretaña saldó el asunto con unas indemnizaciones que rondaban los 250.000 pesos, la moneda más valiosa y global de la época, cuando el botín pirateado ascendía a tres millones. Los marinos españoles muertos de clase baja, no recibieron nada. Se hizo consejo de guerra en sus respectivos países, el comodoro inglés salió tan absuelto como el brigadier hispano, aunque el Almirantazgo le retiró su parte del botín como captor, alegando hallarse los dos países en paz, se la embolsó, con el resto, con cara de cemento y sin escrúpulos, en el tesoro de Su Majestad Británica. En realidad le castigaron por la torpeza de  hundir la plata de la Mercedes.

Estaba claro que, además de robar de esta forma indignante el tesoro español, parte del cual suponían que iría destinado a Napoleón, los ingleses se propusieron provocar de nuevo a la guerra. Una vez recuperados los pasajeros y tripulantes, no quedaba otra, por honor, que aceptarla. España le declaró la guerra a la Gran Bretaña dos meses después, en diciembre de 1804.

El cadete de dieciséis años Carlos María de Alvear, que vio volatilizarse a su madre y a sus siete  hermanos, ha de volver a aparecer más adelante en este relato, haciendo un papel de gran transcendencia histórica. Atención a recordar su nombre. 

  

 CONTINÚA MAÑANA

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