quinta-feira, 8 de julho de 2021

24 - LA TIERRA DE MASETTI

-Cuenta para mi familia sobre tu tierra, Gaspar. ¿Cómo era la famosa  ciudad de Roma en la que naciste?- Le animó Telmo Sitge.

El verano en Vigo es delicioso, toda la naturaleza ofrece su aspecto más espléndido, bajo un cielo azul y una luz que realza cada color como el mejor artista, y siempre hay una ligera brisa del océano refrescando la temperatura. Los días son larguísimos en el extremo occidente, amanece a las seis y no atardece hasta las diez y media.

Por eso, después de todos los trabajos de la jornada, los amigos aún disponen de bastantes horas de luz natural para reunirse y sociabilizar. Gaspare se encontraba sentado ante toda la familia Sitge en la mesa del patio bajo un emparrado de uvas aún verdes, en la parte de atrás de la casa. Al fondo, el arrullo del mar, en el aire, los piares de los pájaros, todo bello alrededor.

Sobre la larga mesa, una ración de pulpo a la gallega, sazonado con aceite de oliva dorado y pimentón rojo, trozos de pan de trigo y unos vasos de excelente vino del Condado, procedente del valle de uno de los ríos que desembocan en el extremo interior de la ría.

-Lamento decepcionarlos –dijo después de degustar un sorbo-, pero no, la verdad es que no nací en Roma ni en ninguna ciudad, sino en una villiña rural de una provincia.-

-Una provincia de Roma, supongo- dijo la señora Merche Sitge, pasándole el plato de pulpo.  

-No de Roma, sino de los Estados Pontificios, de los estados del Papa, que reinaba desde su palacio de Roma, en la región del Lacio, más al sur. Yo no soy romano, sino emiliano-romañés, que no es lo mismo. Tal como los nativos de aquí proceden de los galaicos hispanoromanos, más otras mezclas, nosotros procedemos de los galos italoromanos, más cuanto había antes y llegó después.

Mis padres eran Mario y Marcilia, agricultores de la Emilia-Romagna, que ustedes, los españoles, pueden llamar la Emilia-Romaña, y vivían en las muy fértiles y productivas llanuras del Centro Norte de Italia, en el pueblito de Crevalcore, cerca de la ciudad de Bologna, que ustedes escriben como Bolonia.  Me bautizaron por lo católico, como Gaspare Masetti Zucconi. Yo tenía otros seis hermanos y hermanas. 

Mi hermano mayor se encargaba de un molino donde se hacía harina del trigo. Aquello es una tierra verde, pero plana y nunca tan exuberante y variada como Galicia. Mi familia recogía el abundante cáñamo que crece en las márgenes de las ciénagas y regatos que confluyen al río Panaro, que baja de los Apeninos, se junta al Pó en el borde del Véneto y acaba desembocando en el mar Adriático, un brazo del Mediterráneo que intenta penetrar hasta bastante cerca del corazón de Europa, que para nosotros, lo era el Sacro Imperio Romano-Germánico, presidido por el Archiduque de Austria, que era el gran estado que teníamos cerca, seguido por estados mucho menores, pero muy ricos, como Venecia, Módena y Toscana.

-¿Naciste junto al mar? -Preguntó uno de los niños.-

-No, mi pueblito era interior y estaba un poco lejos de Rávena, la capital de la Emilia-Romaña, que casi se asoma al Adriático. Algo menos que desde Vigo a La Coruña. Del otro lado del mar, se extendía hasta por el Asia y las Arabias el gran imperio del Sultán de Turquía.-

-¿Tu país era un imperio?- Preguntó de nuevo el niño.

- Un imperio espiritual que intentaba influir sobre todos los países católicos del mundo, tal vez, pero, como reino temporal, apenas un enano que pasaba los siglos luchando o intrigando para no perder sus territorios, ante los poderosos vecinos.

Todo el territorio de los Estados Pontificios no llegaba a tener la extensión del doble de la de Galicia. La extensión de la Emilia-Romaña  en la llanura Padana, o llanura del Pó, era menor que la de la mitad de Galicia.

Cuando yo nací y me crie, los Estados Pontificios, regidos por el Papa desde Roma, eran dirigidos por una casta dominante de apenas un dos por ciento de su población, que acaparaba todos los privilegios, cargos, propiedades y rentas imaginables, desde hacía mil trescientos años: Eran la nobleza y el clero, que ni trabajaban ni pagaban impuestos.

El resto, nosotros incluidos, éramos plebe o pecheros, pueblo llano por mejor nombre, si ustedes quieren. Teníamos todas las obligaciones posibles hacia las clases dominantes y ningún derecho a decidir nada, ya fuesen la inmensa mayoría de campesinos pobres e ignorantes, o una minoría de comerciantes o artesanos, más ilustrados, a veces, que los nobles, a veces más ricos, a veces hasta grandes propietarios, pero que continuaban siendo considerados por las castas de nobleza y clero, igual que nosotros, como gentecilla ordinaria e inferior. 

Las personas que teníamos la desgracia de nacer en la base de la pirámide del feudalismo, esto es, la inmensa mayoría de la población, éramos nadie si no servíamos con absoluta fidelidad a un señor de casta que nos protegiese. 

En lo más alto de la pirámide social, el Rey, el Emperador o, en nuestro caso, el Papa, representante de Dios. Y eso era lo que estructuraba el Viejo Régimen, en toda Europa, desde la caída del Imperio Romano. Para nosotros, Occidente era la mezcla contrastante de la férrea estructuración de Roma, la compasión cristiana y el individualismo libérrimo de los germanos.

Los germanos habían conquistado Italia y fue otro rey germano, el de los Francos, quien derrotó a otro grupo de bárbaros y donó al papa los Estados Pontificios. En recompensa, el Papa coronó a su descendiente, Carlomagno, como el primer emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, para que le protegiese. Pero en los siglos posteriores hubo continuas luchas por aumentar el grado de poder, entre el Imperio y el Papado.

Aunque los franceses que imperaban sobre Génova y Milán, o la poderosa República de Venecia (hasta que fue vencida), o las señorías vecinas de Módena y Toscana, o diversos nobles o burgueses ricos de las grandes ciudades hicieron todo lo posible, y muchas veces, por apoderarse de las rentas de la próspera región norte y oriente de Italia donde nosotros vivíamos, el Papa (con la ayuda de la católica monarquía hispánica, que dominaba todo el sur de la península y la isla de Sicilia, desde el final de la Edad Media), había logrado mantener su mando y una cierta estabilidad sobre la zona.

...Y a lo mejor que podía aspirar nuestro pueblo llano del campo era a la paz y la estabilidad que permiten el crecimiento y el progreso de las familias unidas que trabajan duro, y rezar para que que no les reclutasen sus hijos para las guerras o luchas de poder, que nos resultaban ajenas, no importándonos mucho a qué grandes señores o clérigos  iban los inevitables impuestos, foros y diezmos que teníamos que pagar, para asegurarnos un mínimo de protección.-

-¿Protección contra quién? -Preguntó Sofía. 

-Protección contra los piratas turcos, o contra los múltiples saqueadores externos, o contra los propios protectores y sus sicarios, si no se les tenía contentos. Resignación, porque así era como funcionaba el único mundo que conocíamos e incluso imaginábamos. 

Por lo menos, los protectores de nuestro soberano, el Papa, los españoles, no intentaban  arrebatarle  sus posesiones… incluso Felipe II hizo la vista gorda cuando Su Santidad, Clemente VIII, anexionó el rico Ducado de Ferrara a los bienes de la Iglesia en 1597. Lo cual fue muy osado y arriesgado por su parte.-

-Por qué arriesgado? -Preguntó el señor Jaime Sitge, el padre.

-…Porque su antecesor en el Papado, Clemente VII, había intentado cambiar de protector, aliándose con Francia, y el resultado fue la derrota y prisión en 1525 del rey francés Francisco I, que perdió Milán, y el saqueo de Roma, al año siguiente, por las tropas del padre de Felipe II, Carlos I de Habsburgo o de Austria, rey de España. El Papa hubo de pagar 400.000 ducados como indemnización por su revuelta y a cambio de su libertad.

Como Roma había sido muy saqueada, fue en la ciudad de Bolonia, nuestra ciudad próxima, donde el Papa, para hacerse perdonar, coronó al rey español Carlos I, quinto para los alemanes, como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

…Sin embargo, varios siglos después, se hacía evidente que el imperio universal de las Españas ya no era tan fuerte, con la dinastía francesa de los Borbones como señores, como lo había sido antes, con la de los primeros Austrias omnipotentes. Los Borbones, ahora, subordinaban la política del Imperio Hispánico a la que marcaban sus primos desde París, que intentaban construir su propio imperio galo con más gana que fortuna.

Durante mi primera juventud sabíamos que reinaba en España Carlos III de Borbón, quien antes había sido el rey de Nápoles y Sicilia, trono que cedió a su tercer hijo, Fernando I de las Dos Sicilias, para irse a Madrid, donde reformó y modernizó el país rodeado de ministros ilustrados, que lo halagaban diciendo que no habían tenido un rey tan eficiente desde los Reyes Católicos.

En 1767,  Fernando I de las Dos Sicilias se casó con María Carolina, hija de la emperatriz María Teresa de Austria y hermana del Emperador José II y de María Antonieta, quien, por matrimonio, llegaría a ser la reina de Francia, hasta que la Revolución la guillotinó, después de su marido.

-Entonces ¿Italia no es un país unido?- Preguntó el niño.

-No querido –dijo Gaspare.- Italia es el nombre geográfico de nuestra península en forma de bota, pero no un estado, sino la base territorial de muchos estadillos, a veces ricos, pero débiles, siempre enfrentados entre sí por el poder… jamás unidos, a menos que los conquistase y unificase un imperio externo.

Así había sucedido con el Sur de Italia y con Sicilia, que seguía siendo un territorio muy rico, compacto y muy hispánico, un bello desorden ordenado. Por lo contrario, al Norte de los Estados Pontificios, la península y su arranque bajo los Alpes estaba fragmentada en estadillos también muy prósperos, industriales, comerciales y aparentemente independientes. Pero que, en realidad, eran peones y objetos de deseo en la disputa por la hegemonía de los imperios fuertes, como Francia y España primero, y Francia y Austria después.

La Emilia-Romaña, al Sureste del Norte de la península, mi tierra natal, era el más norteño y expuesto de los Estados Pontificios, ante las ambiciones en disputa de Francia, al Oeste, y del Austria, al Este. También era la región donde las desventajas del Antiguo Régimen más oprimían a las clases trabajadoras, mayormente campesinas, que nos enfrentábamos con el hambre cada vez que se daba un año de malas cosechas.

-Está bien de Historia, cuéntenos ahora de su familia, Gaspar, por favor.- Dijo Sofía.- ¿Viven sus padres?

-No, desgraciadamente, toda mi familia fue asesinada hace relativamente poco por las tropas del general francés Augereau, a quien Napoleón Bonaparte ordenó conquistar la Emilia-Romaña. Por eso fue que yo me marché de Francia y estoy aquí.-

Hubo un largo silencio apesadumbrado, sólo por los piares de los pájaros y las rompientes de la playa próxima hecho más dulce. Todos le acompañaban en el sentimiento, sabiendo que nada que pudiesen decir consolaría a su amigo de tan terrible recuerdo.

El señor Sitge, finalmente, le llenó el vaso con vino del Condado y levantó el suyo:

-Brindo por todos ellos; que estén junto a Dios. Y contentos, porque usted se encuentre aquí, sano, salvo, y rodeado de amigos.-

Todos brindaron, compartiendo el aprecio mutuo. Luego, Masetti continuó con su narración:

-Yo era el hijo menor y, desde muy joven, ayudé, como chico para todo, en las tareas familiares. Mi madre hacía hilo en el huso con las fibras reblandecidas del cáñamo y, con el hilo, sábanas, mantelerías y vestidos. 

Por ser el menor tuve que aprender a no dejarme avasallar por los chicos mayores, que querían ser mis señores. Por suerte, había mamado más cariño de mi madre y eso me dio seguridad y fuerza. Por ser el menor, también, supe, desde siempre, que mi futuro no se encontraba allí, en aquella servidumbre sin esperanza, sino en la aventura de recorrer el mundo, tal como lo había recorrido mi querido abuelo y mi maestro, don Sixto.-

 

CONTINÚA MAÑANA

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