-Cuenta para mi familia sobre tu tierra, Gaspar. ¿Cómo era la famosa ciudad de Roma en la que naciste?- Le animó Telmo Sitge.
El verano en Vigo es delicioso,
toda la naturaleza ofrece su aspecto más espléndido, bajo un cielo azul y una
luz que realza cada color como el mejor artista, y siempre hay una ligera brisa
del océano refrescando la temperatura. Los días son larguísimos en el extremo
occidente, amanece a las seis y no atardece hasta las diez y media.
Por eso, después de todos
los trabajos de la jornada, los amigos aún disponen de bastantes horas de luz natural para
reunirse y sociabilizar. Gaspare se encontraba sentado ante toda la familia Sitge
en la mesa del patio bajo un emparrado de uvas aún verdes, en la parte de atrás
de la casa. Al fondo, el arrullo del mar, en el aire, los piares de los pájaros,
todo bello alrededor.
Sobre la larga mesa, una
ración de pulpo a la gallega, sazonado con aceite de oliva dorado y pimentón rojo,
trozos de pan de trigo y unos vasos de excelente vino del Condado, procedente
del valle de uno de los ríos que desembocan en el extremo interior de la ría.
-Lamento decepcionarlos –dijo
después de degustar un sorbo-, pero no, la verdad es que no nací en Roma
ni en ninguna ciudad, sino en una villiña rural de una provincia.-
-Una provincia de Roma, supongo-
dijo la señora Merche Sitge, pasándole el plato de pulpo.
-No de Roma, sino de los Estados Pontificios, de los estados del Papa, que reinaba desde su palacio de Roma, en la región del Lacio, más al sur. Yo no soy romano, sino emiliano-romañés, que no es lo mismo. Tal como los nativos de aquí proceden de los galaicos hispanoromanos, más otras mezclas, nosotros procedemos de los galos italoromanos, más cuanto había antes y llegó después.
Mis padres eran Mario y Marcilia, agricultores de la
Emilia-Romagna, que ustedes, los españoles, pueden llamar la Emilia-Romaña, y vivían
en las muy fértiles y productivas llanuras del Centro Norte de Italia, en
el pueblito de Crevalcore, cerca de la ciudad de Bologna, que ustedes escriben
como Bolonia. Me bautizaron por lo católico, como Gaspare Masetti
Zucconi. Yo tenía otros seis hermanos y hermanas.
Mi hermano mayor se
encargaba de un molino donde se hacía harina del trigo. Aquello es una tierra
verde, pero plana y nunca tan exuberante y variada como Galicia. Mi
familia recogía el abundante cáñamo que crece en las márgenes de las ciénagas y
regatos que confluyen al río Panaro, que baja de los Apeninos, se junta al Pó
en el borde del Véneto y acaba desembocando en el mar Adriático, un brazo
del Mediterráneo que intenta penetrar hasta bastante cerca del corazón de
Europa, que para nosotros, lo era el Sacro Imperio Romano-Germánico, presidido
por el Archiduque de Austria, que era el gran estado que teníamos cerca, seguido
por estados mucho menores, pero muy ricos, como Venecia, Módena y Toscana.
-¿Naciste junto al mar? -Preguntó
uno de los niños.-
-No, mi pueblito era
interior y estaba un poco lejos de Rávena, la capital de la Emilia-Romaña, que casi se asoma al Adriático. Algo menos que desde Vigo a La Coruña. Del otro lado del mar, se extendía hasta por el Asia y las Arabias el
gran imperio del Sultán de Turquía.-
-¿Tu país era un imperio?-
Preguntó de nuevo el niño.
- Un imperio espiritual que
intentaba influir sobre todos los países católicos del mundo, tal vez, pero,
como reino temporal, apenas un enano que pasaba los siglos luchando o
intrigando para no perder sus territorios, ante los poderosos vecinos.
Todo el territorio de los
Estados Pontificios no llegaba a tener la extensión del doble de la de Galicia.
La extensión de la Emilia-Romaña en la llanura Padana, o llanura del Pó, era
menor que la de la mitad de Galicia.
Cuando yo nací y me crie, los
Estados Pontificios, regidos por el Papa desde Roma, eran dirigidos por una
casta dominante de apenas un dos por ciento de su población, que acaparaba
todos los privilegios, cargos, propiedades y rentas imaginables, desde hacía
mil trescientos años: Eran la nobleza y el clero, que ni trabajaban ni pagaban
impuestos.
El resto, nosotros
incluidos, éramos plebe o pecheros, pueblo llano por mejor nombre, si ustedes
quieren. Teníamos todas las obligaciones posibles hacia las clases dominantes y
ningún derecho a decidir nada, ya fuesen la inmensa mayoría de campesinos
pobres e ignorantes, o una minoría de comerciantes o artesanos, más ilustrados,
a veces, que los nobles, a veces más ricos, a veces hasta grandes propietarios,
pero que continuaban siendo considerados por las castas de nobleza y clero,
igual que nosotros, como gentecilla ordinaria e inferior.
Las personas que teníamos
la desgracia de nacer en la base de la pirámide del feudalismo, esto es, la
inmensa mayoría de la población, éramos nadie si no servíamos con absoluta
fidelidad a un señor de casta que nos protegiese.
En lo más alto de la
pirámide social, el Rey, el Emperador o, en nuestro caso, el Papa,
representante de Dios. Y eso era lo que estructuraba el Viejo Régimen, en toda
Europa, desde la caída del Imperio Romano. Para nosotros, Occidente era la
mezcla contrastante de la férrea estructuración de Roma, la compasión cristiana
y el individualismo libérrimo de los germanos.
Los germanos habían
conquistado Italia y fue otro rey germano, el de los Francos, quien derrotó a otro
grupo de bárbaros y donó al papa los Estados Pontificios. En recompensa, el
Papa coronó a su descendiente, Carlomagno, como el primer emperador del Sacro
Imperio Romano-Germánico, para que le protegiese. Pero en los siglos posteriores
hubo continuas luchas por aumentar el grado de poder, entre el Imperio y el
Papado.
Aunque los franceses que
imperaban sobre Génova y Milán, o la poderosa República de Venecia (hasta que
fue vencida), o las señorías vecinas de Módena y Toscana, o diversos nobles o
burgueses ricos de las grandes ciudades hicieron todo lo posible, y muchas
veces, por apoderarse de las rentas de la próspera región norte y oriente de
Italia donde nosotros vivíamos, el Papa (con la ayuda de la católica monarquía
hispánica, que dominaba todo el sur de la península y la isla de Sicilia, desde
el final de la Edad Media), había logrado mantener su mando y una cierta
estabilidad sobre la zona.
...Y a lo mejor que podía
aspirar nuestro pueblo llano del campo era a la paz y la estabilidad que
permiten el crecimiento y el progreso de las familias unidas que trabajan duro,
y rezar para que que no les reclutasen sus hijos para las guerras o luchas de
poder, que nos resultaban ajenas, no importándonos mucho a qué grandes señores
o clérigos iban los inevitables impuestos, foros y diezmos que teníamos
que pagar, para asegurarnos un mínimo de protección.-
-¿Protección contra quién? -Preguntó
Sofía.
-Protección contra los piratas
turcos, o contra los múltiples saqueadores externos, o contra los propios
protectores y sus sicarios, si no se les tenía contentos. Resignación, porque
así era como funcionaba el único mundo que conocíamos e incluso
imaginábamos.
Por lo menos, los
protectores de nuestro soberano, el Papa, los españoles, no intentaban
arrebatarle sus posesiones… incluso Felipe II hizo la vista gorda cuando
Su Santidad, Clemente VIII, anexionó el rico Ducado de Ferrara a los bienes de
la Iglesia en 1597. Lo cual fue muy osado y arriesgado por su parte.-
-Por qué arriesgado?
-Preguntó el señor Jaime Sitge, el padre.
-…Porque su antecesor en el
Papado, Clemente VII, había intentado cambiar de protector, aliándose con
Francia, y el resultado fue la derrota y prisión en 1525 del rey francés
Francisco I, que perdió Milán, y el saqueo de Roma, al año siguiente, por las
tropas del padre de Felipe II, Carlos I de Habsburgo o de Austria, rey de
España. El Papa hubo de pagar 400.000 ducados como indemnización por su
revuelta y a cambio de su libertad.
Como Roma había sido muy
saqueada, fue en la ciudad de Bolonia, nuestra ciudad próxima, donde el Papa,
para hacerse perdonar, coronó al rey español Carlos I, quinto para los
alemanes, como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
…Sin embargo, varios siglos
después, se hacía evidente que el imperio universal de las Españas ya no era
tan fuerte, con la dinastía francesa de los Borbones como señores, como lo
había sido antes, con la de los primeros Austrias omnipotentes. Los Borbones,
ahora, subordinaban la política del Imperio Hispánico a la que marcaban sus primos
desde París, que intentaban construir su propio imperio galo con más gana que
fortuna.
Durante mi primera juventud
sabíamos que reinaba en España Carlos III de Borbón, quien antes había sido el
rey de Nápoles y Sicilia, trono que cedió a su tercer hijo, Fernando I de las
Dos Sicilias, para irse a Madrid, donde reformó y modernizó el país rodeado de
ministros ilustrados, que lo halagaban diciendo que no habían tenido un rey tan
eficiente desde los Reyes Católicos.
En 1767, Fernando I
de las Dos Sicilias se casó con María Carolina, hija de la emperatriz María
Teresa de Austria y hermana del Emperador José II y de María Antonieta, quien,
por matrimonio, llegaría a ser la reina de Francia, hasta que la Revolución la
guillotinó, después de su marido.
-Entonces ¿Italia no es un
país unido?- Preguntó el niño.
-No querido –dijo Gaspare.- Italia
es el nombre geográfico de nuestra península en forma de bota, pero no un
estado, sino la base territorial de muchos estadillos, a veces ricos, pero débiles,
siempre enfrentados entre sí por el poder… jamás unidos, a menos que los
conquistase y unificase un imperio externo.
Así había sucedido con el
Sur de Italia y con Sicilia, que seguía siendo un territorio muy rico, compacto
y muy hispánico, un bello desorden ordenado. Por lo contrario, al Norte de los
Estados Pontificios, la península y su arranque bajo los Alpes estaba
fragmentada en estadillos también muy prósperos, industriales, comerciales y
aparentemente independientes. Pero que, en realidad, eran peones y objetos de
deseo en la disputa por la hegemonía de los imperios fuertes, como Francia y
España primero, y Francia y Austria después.
La Emilia-Romaña, al
Sureste del Norte de la península, mi tierra natal, era el más norteño y expuesto
de los Estados Pontificios, ante las ambiciones en disputa de Francia, al Oeste,
y del Austria, al Este. También era la región donde las desventajas del Antiguo
Régimen más oprimían a las clases trabajadoras, mayormente campesinas, que nos
enfrentábamos con el hambre cada vez que se daba un año de malas cosechas.
-Está bien de Historia,
cuéntenos ahora de su familia, Gaspar, por favor.- Dijo Sofía.- ¿Viven sus
padres?
-No, desgraciadamente, toda
mi familia fue asesinada hace relativamente poco por las tropas del general francés
Augereau, a quien Napoleón Bonaparte ordenó conquistar la Emilia-Romaña. Por eso fue
que yo me marché de Francia y estoy aquí.-
Hubo un largo silencio
apesadumbrado, sólo por los piares de los pájaros y las rompientes de la playa
próxima hecho más dulce. Todos le acompañaban en el sentimiento, sabiendo que
nada que pudiesen decir consolaría a su amigo de tan terrible recuerdo.
El señor Sitge, finalmente,
le llenó el vaso con vino del Condado y levantó el suyo:
-Brindo por todos ellos;
que estén junto a Dios. Y contentos, porque usted se encuentre aquí, sano, salvo,
y rodeado de amigos.-
Todos brindaron,
compartiendo el aprecio mutuo. Luego, Masetti continuó con su narración:
-Yo era el hijo menor y,
desde muy joven, ayudé, como chico para todo, en las tareas familiares. Mi
madre hacía hilo en el huso con las fibras reblandecidas del cáñamo y, con el
hilo, sábanas, mantelerías y vestidos.
Por ser el menor tuve que
aprender a no dejarme avasallar por los chicos mayores, que querían ser mis
señores. Por suerte, había mamado más cariño de mi madre y eso me dio seguridad
y fuerza. Por ser el menor, también, supe, desde siempre, que mi futuro no se
encontraba allí, en aquella servidumbre sin esperanza, sino en la aventura de
recorrer el mundo, tal como lo había recorrido mi querido abuelo y mi maestro,
don Sixto.-
CONTINÚA MAÑANA
Nenhum comentário:
Postar um comentário