quinta-feira, 8 de julho de 2021

26 - SALIDA AL MUNDO DE GASPARE

 Gaspare se despidió, luego de haber obtenido las bendiciones de toda su familia, y salió a vender sus mercancías por los pueblos y ciudades de los diversos ducados y repúblicas del norte de Italia, siguiendo el caminar del sol.

Cuando se le acabaron las mantelerías de su madre, más difíciles de vender, iba comprando aguardientes brutos en los lugares por donde pasaba y les daba sabor con los licores concentrados de su abuelo. 

Cuando encontraba sabrosos frutos o hierbas aromáticas, paraba un tiempo donde hubiese un buen mercado y seguía elaborando. Sus licores eran muy apreciados, especialmente el de cáñamo, al que llamó “Canapa Don Sixto”, pero enseguida se dio cuenta de que lo que más vendía era su simpatía y sus historias.

Donde llegaba, Gaspare montaba su tenderete y atraía al público tocando un par de minutos canciones populares con su ocarina. Luego, soltaba un saludo muy cortesano, honrando al lugar, y una introducción a sus productos.

Pero no paraba ahí, el discurso era seguido de un convite a una degustación gratuita, en minúsculos vasos donde apenas servía un sorbo, y que iba lavando en un cubo de agua, para ofrecer dos sorbos o tres más de sus licores a su coro de parroquianos, mientras no paraba de contar chistes, chascarrillos y hasta historias, cuando ya había conseguido un buen ambiente.

Y todo el mundo apreciaba y, si tenía con qué, compraba sus botellas. Así, donde llegaba, hacía rápidamente amigos devotos de sus licores y sus historias, en las que mezclaba los diversos dialectos itálicos y ligures que había ido asimilando.

Acabándose la época de la vendimia, se ofrecía en cada pueblo para elaborar el aguardiente con el bagazo restante del pisado de uvas y, si le contrataban, pasaba la noche atendiendo el fuego junto a su perro y dejando gotear el licor en el gran alambique que llevaba en piezas en el carro, mientras iba contando o dejándose contar historias, por cuantos venían a acompañarle durante su noche de trabajo.

…Porque todos sabían en los pueblos que media noche compartida con el aguardentero, mientras hacía su trabajo, era una media noche mucho más interesante que pasársela durmiendo.

Entre los clientes de Masetti había algunos que apreciaban sus más finas creaciones, aquellas que convertían un aguardiente en un licor exquisito, o que producía ciertos cambios en la consciencia de quienes los tomaban. Para este tipo especial de apreciadores, Gaspare ofrecía degustaciones especiales, generalmente en la tarde-noche y en la residencia particular del anfitrión de todo el grupo.

Era en las especiales conversas que surgían de estas degustaciones donde el nivel de información del aguardentero sobre el mundo se ampliaba, ofreciéndole nuevas perspectivas sobre múltiples temas, que antes contemplaba desde la dimensión más común.-


En 1789 se extendió por toda parte la noticia de que, en París, el pueblo, amotinado por el exceso de impuestos, la carestía, el hambre y la pobreza, causados por endeudarse la corona gala en la costosa aventura de haber ayudado, junto con España, a la independencia de las colonias anglas de Norteamérica, buscando debilitar a Inglaterra, además de por el modo de vida suntuoso y absolutamente despilfarrador de la corte y la administración. 

Su pobreza no libraba al pueblo llano de obligaciones ni les proporcionaba la menor justicia o ayuda social, así que, en una explosión de rabia, los exaltados habían asaltado la fortaleza de La Bastilla, símbolo del poder absolutista de la monarquía, mataron a sus defensores y pasearon la cabeza de su alcaide en la punta de una pica.


-En ese momento-seguía contando Gaspare Masetti-, yo me encontraba vendiendo mis productos en Niza, ciudad condal mediterránea, vecina a la frontera con Francia, que formaba parte del Reino de Cerdeña, el cual incluía a Saboya y al Piamonte, siendo su rey un aliado-satélite del emperador de Austria. 

Aparecieron unos uniformados y me dijeron que tenían orden de conducirme, a mí y a mi carro de mercancías, ante su superior. Yo me resigné a dejarme llevar, preparándome para el inevitable soborno que, en cualquier lugar donde llegaba un vendedor ambulante, había de pagar a las autoridades locales, además de los aranceles oficiales, para que le permitiesen ganarse la vida.

Sin embargo, no se trataba de eso. El Oficial Autorizado (realmente un suboficial, máximo rango militar que se permitía a los no nobles), se limitó a verificar de cuantas botellas de aguardientes y licores de diversa calidad disponía yo y, luego de saberlo y anotarlo, el precio mínimo en que se las vendería todas juntas.

Emocionado y sorprendido, yo calculé el precio al por mayor más alto posible, dentro de lo razonable, y se lo di, intentando parecer natural. El suboficial no regateó, sino que ordenó a sus subordinados salir del despacho y luego me extendió un recibo de compraventa a nombre de la Intendencia Militar, pero no a la de Cerdeña o a la del Austria, que era lo esperable, sino a la de la Francia:

-Aceptado. Me firmas la venta por ese precio y me das el veinte por ciento para mí, si quieres que te siga comprando todas las bebidas alcohólicas de alto grado que me puedas conseguir.- 

Yo ni lo pensé y firmé. El suboficial, un tipo fuerte y bien parecido, tal vez unos ocho o diez años mayor que yo, me entregó el dinero, después de haber descontado su parte y embolsársela.-


CONTINÚA MAÑANA 

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