quinta-feira, 15 de julho de 2021

51- CONFINAMIENTO

Masetti encontró al señor Quinteiro tomando notas de un libro en inglés, como hacía con frecuencia, que inmediatamente traducía al español con letra clara y bien cuidada.

-¿Dónde aprendió usted inglés, don Xosué? -Preguntó.

-Aprender, de verdad, lo aprendí en esta biblioteca, traduciendo mucho, pero me inicié a esta lengua durante un tiempo que permanecí confinado en una prisión inglesa.-

-¿Lo capturaron los corsarios ingleses?- Preguntó Gaspare.

-Sí, era yo muy joven, hace unos veinte años, fue a la altura de Lisboa, mar adentro, en un barco que volvía de la Habana, de una isla-paraíso. Me tuvieron cuatro meses confinado en una lóbrega prisión de Winchester, en el sur de Inglaterra, más bien un desgastadero, de donde cada día salía un carro cargado con muertos por tifus.-


-Tuvo mucho tiempo para pensar...-


-Tuve, sí, dio claramente para entender que el mundo no era tal como yo me había acostumbrado últimamente a creer que era. Hay mundos terribles dentro del mundo.


El bibliotecario cerró su libro y su cuaderno y le convidó a que se sentasen juntos en donde poder contarle, sin molestar a los demás lectores.

 

-¿Sabe, Gaspar? De repente me vi metido en una cárcel atestada de gente, en un régimen de promiscuidad, de absoluta incomodidad, un ambiente sin higiene, perfecto para el contagio de enfermedades, con gran desorden, confusión, descontrol y ruidos desagradables día y noche, siendo imposible mantener una conversación en medio del confuso bullicio que nos rodeaba... 

Un lugar de desespero, amigo mío, con gente enferma y muriendo, ayes, suspiros, lágrimas, explosiones de ira o de locura, quejas más oraciones mezcladas con blasfemias, ruido de grilletes y cadenas, gritería, todos hablando a la vez y nadie se entendiendo. Hediondez todo el tiempo, olor insufrible a mierda y orina, a podrido, humedad y muerte... porca miseria, como dicen ustedes, los italianos. Estremecía sentir a las ratas pasándonos por encima de noche.

...Infame compañía, junto a camaradas y amigos del alma, variedad de naciones y humores diferentes, vergüenza de no haber muerto luchando como hombres, la persecución de los presos abusones, las peleas entre desgraciados, con todo el mundo azuzando alrededor, los ladrones, los desviados, la mofa y el escarnio de los canallas, la crueldad o la indiferencia de aquellos guardias de ojos claros y fríos, la espantosa comida que nos daban, los castigos, la carencia de todo lo más añorado de la vida, el antes y el después de la prisión. Y la falta de sol, de sol y de una fecha para salir de aquella sombra… hubo guerras que duraron nueve, treinta años.


¿Cómo describir aquel infierno en vida para quien no ha conocido la cárcel? Y se comentaba que las había peores, que en Londres encerraban a los prisioneros de guerra en los Pontones del Támesis. Estos pontones eran viejos galeones, ya inservibles, varados en los muelles del río. Llenos de moho. Me hablaron de viejos barcos de guerra, con paredes de madera y tejados sobre la cubierta, en uno de los cuales se hacinaban unos mil prisioneros. 


El suelo de nuestra prisión era de ladrillo, las paredes de piedra, en su parte superior había cuatro ventanas enrejadas, que daban a un pequeño patio, siempre húmedo, con un pozo maloliente en su centro, a donde arrojábamos los cubos de excrementos los domingos, día en el que, si no llovía, nos permitían caminar en fila y en círculo bajo el plomizo cielo inglés, un cielo-purgatorio que coronaba los altos muros de piedra de nuestro encierro. 

 Con todo, esa hora de dar vueltas por el patio una vez a la semana era una verdadera bendición para nosotros, aunque, con la mayor puntualidad, los guardias nos hacían volver a nuestra cueva, donde otra ronda de cincuenta desgraciados esperaba, ya en fila, su hora feliz de pasear bajo el cielo nuboso.  

El lugar era muy frío en invierno y tan húmedo que a menudo las rejas estaban cubiertas de agua con rocío; mis ropas, durante el invierno, estaban siempre mojadas. Esta fue mi morada durante cuatro meses, que me parecieron diez años. 

Desde el primer día, los ingleses habían separado y enviado a otra prisión al capitán y a los oficiales. Sólo mirándonos, nos definieron como gente sin importancia por la que no se puede pedir un rescate, pero que hay que preservar, para poderla intercambiar por compatriotas prisioneros de la misma calidad en poder del enemigo, en cuanto haya una oportunidad o una tregua humanitaria. 

 Nos parecía increíble que, en aquel tiempo que no corría, nuestro Rey Católico no se hubiese preocupado por pactar esa oportunidad con su Graciosa Majestad Británica, por pura compasión de ambos por sus pobres súbditos aprisionados, algunos de los cuales, los más desgastados y enfermos, ya estaban allí hacía casi dos años, según las marcas que habían hecho en la pared.

Vi morir, casi seguido, a tres de ellos. Y como tres de mis compañeros, los que formaban parte de nuestra antigua tripulación, aquellos que yo sentía como mis hermanos de infortunio, iban muriendo también, después del segundo mes, algunos con dolor o desesperación, y cada muerte de un compatriota presagiaba la propia.

Dentro de mi profundo, intenso proceso de toma de consciencia, noté dos cosas: una, que nadie se muere físicamente si no se ha muerto antes en su ánimo, y la segunda, que los que se derrumbaban más rápido eran aquellos que habían sido los hombres de acción más valientes y animosos. La inacción les devoraba el alma.

Yo pensé que tenía que salir de allí para no vaciar el alma y morir, y que, si no podía salir con el físico, tendría salir con el espíritu. Cada mañana, al levantarme y mirar hacia los altos ventanos enrejados que filtraban un poco de la tímida y reprimida luz inglesa que venía del patio, yo veía en el vano sin barrotes un radiante amanecer por detrás del monte Alba, en mi ciudad natal de Vigo.

 Veía los bosques ascendentes y la cumbre, sobre un azul espléndido recortada, sentía el olor de las hierbas de mi tierra, el mugir de las vacas, la gaita que toca el viento, el tambor resonante de las olas arrojadas a las playas, veía las campesinas gallegas con la azada, cultivando sus leiras al pié de las montañas, veía las pescantinas subiendo las cuestas de Vigo, portando en la cabeza las cestas circulares de pescado, veía a los pescadores descargándolo en los muelles o en las playas, muy contentos cuando habían hecho una buena redada.

 ...Y, después, a lo largo del día, imaginaba la misma gloriosa luz de España iluminando las distintas partes de la Ría de Vigo, tal como si yo estuviese viviendo en la mayor felicidad en mi casa, al pié del lienzo más alto de la muralla, por delante del Castillo de San Sebastián, encaramado a la falda del monte del Castro, rematado por otro castillo en lo más alto.

Cuando se iba acabando el día, me imaginaba que subía hasta sus murallas, para poder asomarme a su parapeto oeste con mis seres más queridos a mi vera, a fin de disfrutar juntos de los espléndidos atardeceres detrás de las Islas Cíes. El de cada día era siempre más bello que el anterior, cuadros de trazos rojizos, naranjas, dorados o violetas, sol candente fundiéndose sobre el horizonte oceánico... Después yo me recogía en mi hogar, con mi familia, para cenar, conversar junto a la lareira encendida y dormir plácidamente. 


 Esa vida familiar imaginaria se reveló, dentro de mi profundo proceso de transformación, como la verdadera vida. El resto, la vida que tiene que ver con el trabajo de uno, la vida social que tiene que ver con lo mismo, y la vida histórica de la comunidad y la nación que nos rodea, enmarcada en la historia del mundo, se revelaron ante mí como vidas en sueños, unas veces sueños gratos, otros pesadillas, la mayor parte de ellos indiferentes. 

 Y así fue, amigo Gaspar, como comencé a sentir que mi vida en la prisión de Winchester era apenas un mal sueño. Un mal sueño que suele repetirse cuando salgo de mi verdadera vida con mi familia y me adormezco en atender al miedo y la desesperanza que quieren imponernos, para vaciarnos el alma y dominarnos. 

Mi esperanza era que uno acaba hasta aprendiendo como provocar a voluntad, dentro del sueño, el consciente despertar de cualquier mal sueño. Hay que mantener espacios libres y calmos en la consciencia.

...Hasta que llegó un momento en que mi ilusión de vida en el Vigo Imaginario era tan real, tan real Gaspar, que hasta consideré que tenía que buscarme un trabajo, con el cual ganar el sustento de mi familia.

Poco antes de aquel momento, en el Vigo real y añorado, durante el tiempo libre que me dejaban mis trabajos de entonces, yo había frecuentado la biblioteca del señor Buenaventura Marcó porque mi tío, Manuel Quinteiro, era el bibliotecario. Me crucé varias veces con el señor Marcó pero él, aunque amable y paternal, nunca me había prestado un interés especial, ni siquiera creo que recordase mi nombre. Sólo estaba contento de que varios de los jóvenes de su comunidad frecuentaran su biblioteca (sin tener acceso a la sección de ella donde los traductores investigaban sobre documentos importantes, naturalmente). 


Él nos decía que aspiraba a que Vigo llegase a ser una ciudad importante algún día, de las más cultas y progresistas de Galicia. Y no sólo lo decía, sino que ayudaba a financiar generosamente dos escuelas, un hospital y varios centros dedicados a la formación de oficios de toda clase, especialmente aquellos relacionados con el mar. 

También había creado un economato donde compraba infinidad de productos al por mayor y los vendía a precios bajos a todas las familias de sus numerosos trabajadores, clientes y allegados, que, aún así, daban para sostener y refinanciar su buena administración.

Ahora, cada vez que yo despertaba del mal sueño de la prisión de Winchester y me iba a vivir mi vida familiar en el Vigo Imaginario,  también frecuentaba la biblioteca Marcó, con sólo pensar que me encontraba en ella. 

 Me encantaban los libros de Historia. Me imaginaba que leía historias de la Historia que yo mismo inventaba, sobre recuerdos, para poder imaginar que las estaba leyendo en los libros imaginarios que imaginaba. 

Entre los muchos trabajos a los que pensé que podría dedicarme, uno de ellos era el que más me atraía: contador de historias.

Me imaginaba saliendo de la biblioteca y  subiendo a un estrado para los músicos y el pregonero que había entre la plaza de la Colegiata y el concurrido mercado de A Laxe, situado sobre una inmensa roca de granito, enfrente del mar y de los barcos.

Me imaginaba desplegando una pequeña pancarta, colgada de una cruz de palos, donde yo había dibujado un combate a cañonazos entre un galeón inglés y otro español. y escrito por abajo, en gallego, con letras grandes en rojo: "VEN A ESCUCHAR AL CONTADOR DE HISTORIAS". Todo frente a mí se llenaba de niños acompañados de sus madres, a los que se iban juntando, detrás, los hombres mayores y hasta los jóvenes. Todo imaginario, todo atención y aplausos.

Después decidí llevar aquel trabajo tan grato para mí al mal sueño de mi vida cotidiana, irreal pero real, en la cárcel. Busqué el espacio donde más luz proyectaban los altos ventanos y comencé a contar algunos chistes, gesticulando mucho y hablando alto, para llamar la atención. Los dos primeros días, sin embargo, no me la prestó nadie, porque debí parecerles  más un loco deprimente de los muchos que paseaban repitiendo sus quejumbrosas letanías el día todo, y aún la noche.

Pero, hacia el final del segundo día, dos de mis compañeros de tripulación atendieron a mi discurso, porque yo estaba describiendo, precisamente, nuestro viaje con todo detalle, y otros dos compañeros se unieron con los ojos húmedos. No obstante, antes de llegar al momento vergonzoso en que nuestro capitán detuvo la lucha y mandó bajar la bandera para rendir el buque, justo entonces, pasé de golpe a contar otra historia semejante, pero en la que la tripulación resistía y todo acababa en victoria y en nuestro regreso heróico y triunfal a nuestra tierra y al abrazo con los nuestros. 

...Y, en ese momento, con mis compañeros saliéndoseles las lágrimas de alegría, di otro giro inesperado a la narración y, sin terminar la anterior, la enlacé con la de una historia real de la Historia en la que los hispanos de Blas de Lezo ganaron una gran batalla a los ingleses en Cartagena de Indias, en una salida masiva a la bayoneta, valor total y confianza en Dios, en el momento en que parecía que estaba todo perdido. Cuando me di cuenta, había un coro de más de una docena de españoles escuchándome. 

En los días siguientes, no sólo se triplicó el coro de escuchantes de mis historias, sino que incluso comencé a distinguir a un grupo cada vez mayor de harapientos prisioneros irlandeses, que seguían mis gestos y mi tono a pesar de no entender el castellano, de manera que, en honor a ellos, los miraba directo a los ojos, uno por uno y regresando, y exageré la expresividad teatral de mis gestos, intercalando mi idioma con algunas frases en inglés que había aprendido, para meterles en situación. Con lo que aumentó mucho más el grupo de irlandeses y aún aparecieron cuatro escuchantes franceses, que fueron los primeros que aplaudieron y gritaron "¡Bravó!, Bravó!" cuando comprendieron la derrota de los británicos al final de mi historia.

El aplauso de los galos, quienes, en realidad, sólo querían reírse de nosotros tanto como de los anglos, arrancó el de todo el coro, y yo estaba feliz, pero, después de agradecer de corazón al amable público, inmediatamente comencé otra historia para dejarla a la mitad, como hacía la protagonista de "Las Mil y Una Noches", después de prometer que la continuaría al día siguiente.

Por causa de aquellos aplausos, la gente, de alguna manera, comenzó a prestar una mayor atención y no solamente los sobrevivientes de mi tripulación sino que se fueron acercando todos los otros españoles que había en aquella prisión, casi todos los irlandeses, que eran mayoría, dos napolitanos y hasta muchas personas de otras nacionalidades que también estaban allá.

 Y, durante horas determinadas del día, siempre las mismas, yo contaba historias en español para ellos, complementadas con algunas otras en inglés que me fueron contando los irlandeses, como la de Juan del Águila o Juan Sin Miedo, y el conde Hugh O'Neill  apoyándose contra los anglos en la batalla de Kinsale. 

Y ellos seguían con el mayor interés lo que yo contaba y cuando le iba mal a los españoles o a los irlandeses, ellos lo sentían mucho y proferían maldiciones, pero, cuando les iba bien a los españoles, ellos se sentían muy bien, cantaban baladas en gaélico y movían jarras imaginarias de cerveza en su mano. Y eso les fue haciendo entrar de nuevo en el ánimo y cada vez mejor y yo también, cada vez mejor.

... Hasta que llegó un momento en que formamos un bien motivado grupo de compatriotas conspiradores, decididos y juramentados con otro grupo de irlandeses, a rebelarnos y a escaparnos juntos de aquella prisión, a la mínima oportunidad que se nos presentase. Y si nos matan, que nos maten y matarán de una vez nuestro sufrimiento, y no a los pocos.  

La oportunidad se presentó el día 26 de Agosto de 1780, día de San Maximiliano de Roma, un día que jamás olvidaré. Quince prisioneros de guerra, aunque todos españoles, que habíamos sido destinados a descargar tres carretas de víveres en la puerta de la prisión, nos encontramos, de repente, presenciando a distancia la confusión general que generó la pelea de dos presos, un irlandés y un español, la cual causó otra pelea de dos grupos mayores, que fue reprimida de forma sumarísima por una descarga de fusilería de los guardias formados en fila, dentro de la prisión, a la orden de fuego del oficial más implacable. 

 Cuando percibimos que los mosquetes estaban  descargados y los guardias, incluso nuestros centinelas, que apuntaban hacia el interior, se disponían a avanzar sobre los presos supervivientes a bayoneta calada, nosotros, que ya estábamos en la puerta, no necesitamos más que intercambiar una mirada y salimos corriendo en ese justo momento por las calles de la ciudad, intentando no perder de vista a los compañeros que iban delante, hasta reagruparnos, jadeantes pero felices, en un descampado en las afueras de Winchester.

En las orillas del río Southampton robamos una barca grande y remamos en ella hasta Portsmouth, donde sabíamos que había un puerto lleno de unidades navales británicas. 

A pesar de que 
los guardias de la prisión enseguida acabaron con el tumulto, se percataron, aunque tarde, de nuestra fuga, y salieron a buscarnos a pie y a caballo. Pero conseguimos avanzar al anochecer por el interior del puerto, sin que tampoco nos percibieran sus vigilantes, en aquella embarcación sobrecargada. 

 Tuvimos la suerte de dar, casi el primero, con un bergantín de 80 toneladas llamado "John Thomas", que estaba custodiado por un sólo guardia. Uno de nosotros lo despistó mientras otros tres lo redujeron sin gran daño y lo encerramos atado y amordazado en el bergantín, donde pronto lo acompañaron el capitán, otro marinero y un grumete, que fueron llegando después.

Tras preparar el buque y su velamen, partimos y nos deslizamos despacio, sin llamar la atención, como quien sólo quiere cambiar su ubicación dentro del puerto, entre diecisiete grandes buques de guerra que lo protegían, y que debían estar más alertas a lo que entraba que a lo que salía.  Nos quedamos un buen tiempo parados en la entrada y, de repente, salimos con la mayor naturalidad hacia el este, costeando Inglaterra como si fuésemos hacia Brighton, pero, ya lejos, volvimos atrás, rebasamos la isla de Wigth y tomamos rumbo suroeste, para seguir despistando.

Luego tuvimos la inmensa suerte de poder cruzar la parte más abierta del muy vigilado Canal de la Mancha sin que nadie nos interceptara, ni encontrar mar pesada ni tormenta, arribando finalmente al puerto de Brest, en Francia, que en ese momento no estaba en guerra con España.

Entrando con júbilo en aquella bella bahía, porque casi nos parecía ya estar en Galicia, salió a darnos el alto un navío de guerra galo;  izamos enseguida bandera blanca y nos entregamos, junto con nuestros cuatro prisioneros ingleses y el bergantín. Después de interrogarnos a fondo a todos en la prisión del puerto, cuando tuvieron claro quienes éramos, nos mandaron a los hispanos a que nos socorrieran en un convento, ya que en aquella época toda la periferia francesa era aún muy católica. Y más aún la Bretaña.

Fue allí que encontramos un fraile italiano que nos dio cristiano acogimiento y que hablaba español.-

 -¿Entonces, consiguió volver a su tierra, señor Quinteiro?- Preguntó Masetti sonriendo.

-Gracias a Dios, sí. Y, cuando conseguí contemplar de nuevo la belleza de mi ría y de mi casa, compartir el amor de mi familia y poder moverme junto a ellos en libertad, Gaspar, mi actitud ante la vida cambió radicalmente y pasé a celebrar y agradecer cada momento de disfrute de aquellos privilegios que hasta entonces me habían parecido cosa normal y rutinaria. 

Aquella experiencia me marcó hasta hoy y, aunque seguí trabajando con cierta frecuencia a bordo de los barcos, como aún hago ahora, tengo muy claro, amigo, y no necesito jurarlo, que nunca más me dejaré rendir y meter en una prisión como aquella, mientras tenga armas o uñas o dientes, o un último aliento de vida, para intentar impedirlo.-





CONTINÚA MAÑANA

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