domingo, 18 de julho de 2021

67 - LAS INVASIONES INGLESAS

Después de Finisterre y Trafalgar, el predominio de los cien modernos y poderosos navíos de guerra que Inglaterra manejaba en dos grandes escuadrones por todos los mares, invadiendo los puntos estratégicos entre ellos, como el Cabo de Buena Esperanza, era prácticamente imbatible. Durante aquella época, pocas naciones del mundo dejaron de ser afectadas por su agresividad depredadora, salvo las que se encontraban bien al interior de los continentes.

No obstante, los corsarios de Vigo eran los corsarios de Vigo y no dejaron de arriesgarse a escoltar convoyes de transporte tripulados por valientes bien armados, para escabullirse entre los británicos y continuar comerciando con América dentro de lo posible y, a veces, hasta dentro de lo imposible.

En una de aquellas expediciones, que resultó exitosa, volvió el señor Puime, el sobrecargo, de transportar mercancías y realizar negocios entre Buenaventura Marcó y su hijo Ventura Miguel, síndico del comercio de la rica ciudad de Buenos Aires.

Aquella tarde se le hizo una gran recepción con merienda y luego cena en la casa de don Xosué Quinteiro y su esposa Teresa, y también habían sido convidados Gaspare Masetti y Sofía, que traían a su hijo Sixto, para escucharle las noticias que Puime podía relatar sobre los acontecimientos de las tierras hispanas del otro lado del mar.

-Hace ya bastante tiempo- comenzó él- que las élites de Buenos Aires, ante la dificultad de comerciar con España, lo hacen con los Estados Unidos, lo cual está autorizado, y desde luego, con los británicos, con el enemigo, en playas escondidas, lo cual permite hacer lucrativos negocios que no pagan impuesto alguno ni a la Corona Española ni al Virreinato del Plata. Por causa de eso, no para de crecer un sector de la clase comerciante que preferiría emanciparse totalmente de España, administrarse ellos mismos con sus propias reglas, autodirigirse por sus propias oligarquías y poder hacer intercambio libre con quien mejores ventajas ofrezca para ello.

Dentro de ese sector están los que conservan algún aprecio o lealtad por sus raíces y cultura tradicional y otros, cada vez más, que son decididamente anglófilos, y que piensan que a su tierra les vendría mejor estar relacionada con un imperio joven en crecimiento, como el británico, que con otro viejo y en decadencia, como el hispánico. Por toda  parte donde he ido, me he encontrado a representantes velados o desvelados de las dos tendencias de opinión.

Algunos de mis contactos en Buenos Aires, no voy a decir nombres, eran la verdadera voz de Inglaterra en aquella ciudad. Ellos me confidenciaban que se ve bien claro que Napoleón acabará por dominar toda la península ibérica, y que, incluso, cuando el príncipe de Asturias sustituya a su padre y a Godoy, Fernando no pasará de ser un criado coronado lamiendo la mano del Emperador de Europa. 

Los ingleses suponen que, en otro momento, llegado a ese punto, Napoleón hubiese intentado dividir las Indias Hispanas en republiquetas títeres de la República Francesa, como las italianas o neerlandesas, aparentemente hermanas de ella y dotadas de autonomía, pero sin verdadera soberanía, que concentraría exclusivamente en sus propias manos.

No obstante, desde su coronación, ha abandonado definitivamente la farsa de las republiquetas y ahora, lo que está poniendo de moda, son reinos sobre cuyos tronos va colocando a su numerosa parentela o a la parentela de su parentela, que no dejarán nunca de ser reyezuelos al servicio de la voluntad del Emperador. 

Cuando ese nuevo orden mundial napoleónico esté implantado ampliamente, por mucho barniz "liberté, egalité e fraternité" con que adorne su fachada, no dejará de ser, de verdad, un imperio mucho más controlador que lo que ya fueron el romano y el español, como ya pudimos ver en su tentativa de dominar su colonia de Saint Domingue.

Aquellos contactos míos consideraban bien preferible a ese férreo control centralista, el estilo más laxo y liberal con que la dirigencia británica trata a las oligarquías de los países con los que comercia, incluso a sus propias colonias directas, después de la lección que aprendió cuando quiso explotar de más a los colonos norteamericanos.

Con toda esa quinta columna de anglófilos en muchos puertos hispanoamericanos, y ante la actual debilidad española y francesa en el mar, Inglaterra tuvo claro que, o Napoleón se apoderará de estos países a su propio estilo, o mejor sería adelantarse y apoderarse de ellos al suyo propio. Se fraguó todo un proyecto en el que se consideró que la primera fruta que podían coger del árbol era Buenos Aires, para dominar desde ella toda la cuenca del Plata y anexársela.-

Uno de los agentes británicos en Buenos Aires informó de que el virrey Sobremonte custodiaba un tesoro de un millón de pesos procedente de las minas peruanas, con lo que se consideró el momento ideal para apoderarse de aquella ciudad de cuarenta y cinco mil habitantes.

¿Se acuerda usted, Gaspar, que, cuando nos acompañó usted a Vigo desde Barcelona le contamos en Formentera acerca de un militar de origen francés al que habíamos conocido en Buenos Aires, llamado Santiago de Liniers?-

-¿No era uno que luchó como un héroe en Menorca y Gibraltar?- Se acordó Masetti.

-Exacto, Liniers dirigía ahora una escuadra de cañoneras que defendía el Río de la Plata, supo de la llegada de laescuadra británica y avisó al virrey Sobremonte. Pero éste lo único que hizo fue agarrar el tesoro y escapar con él al interior, dejando a Buenos Aires abandonada.-

-Lo que sigue ahora me lo contó allí Ventura Miguel, el hijo de don Buenaventura Marcó, que lo vivió directo:

El 25 de junio de 1806 una fuerza de unos mil seiscientos hombres al mando de coronel William Carr Beresford, desembarcó en las costas de Quilmes. Sobremonte intentó una estrategia de defensa, armando a la población y apostando a sus hombres en la ribera norte del Riachuelo, confiando en poder atacar a los británicos de flanco. Pero el reparto de armas fue un caos, y las tropas no pudieron detener el rápido avance inglés, de modo que el virrey quedó fuera de la ciudad, sin posibilidad de intentar nada.

El 27 de junio las autoridades virreinales aceptaron la intimación de Beresford y le entregaron Buenos Aires. El territorio bajo dominio británico fue rebautizado bajo el nombre de Nueva Arcadia.

Manuel Belgrano, amigo de Ventura Miguel, secretario del Consulado de Buenos Aires (y de todo el virreinato) y Capitán Honorario de Milicias Urbanas, se dirigió ante Beresford a presentar la solicitud de reubicar el Consulado en el lugar en donde el virrey estuviese; pero los demás miembros del Consulado juraron el reconocimiento a la dominación británica. Belgrano prefirió retirarse a la Banda Oriental, dejando en claro su postura: «Queremos al antiguo amo o a ninguno».

El virrey se retiró a Córdoba junto con algunos centenares de milicianos que no tardaron en desertar. Beresford demandó la entrega de los caudales del Estado y advirtió a los comerciantes porteños que, si no se lo entregaban, retendría las embarcaciones de cabotaje capturadas e impondría contribuciones. El virrey Sobremonte, debido a la presión de los representantes del Cabildo, en su mayoría comerciantes acaudalados, se vio forzado a entregar los fondos públicos a un destacamento inglés enviado en su persecución. Este tesoro fue trasladado a Londres por Bererford y paseado como trofeo de guerra, antes de ser depositado en un banco.

El 14 de julio, Sobremonte declaró a Córdoba la capital provisoria del virreinato, instando a que se desobedecieran todas las órdenes provenientes de Buenos Aires mientras durara la ocupación. Se dedicó a organizar un ejército con el que reconquistar la capital, pero sólo dos meses más tarde lo tuvo listo.

Los porteños estaban, en general, descontentos con la metrópoli y, por tanto, en un primer momento los británicos fueron recibidos con entusiasmo. Una de las primeras medidas que tomó Beresford fue decretar la libertad de comercio y la reducción de aranceles. 

Pero aunque aquello beneficiase a la egoísta oligarquía, que no sentía otra patria que el dinero, el pueblo no tardó en darse cuenta de que los ocupantes no tenían otros planes más que convertir al Plata en una colonia británica. Cuando el coronel inglés prohibió las procesiones católicas en la calle y explicó que entre sus objetivos no se incluía abolir la esclavitud de los negros, los populares porteños comenzaron a agruparse para preparar una rebelión.

Santiago de Liniers consiguió cruzar el río, aprovechando una tempestad que dejó inmóviles a los buques británicos. En medio de la niebla se le sumaron  miles de hombres entusiasmados. Avanzaron en furiosa batalla campal en distintas calles de Buenos Aires, hasta acorralar a los británicos en el fuerte de la ciudad. También salieron a la calle centenares de voluntarios organizados y entrenados por el alcalde Álzaga. Beresford capituló el 20 de agosto, después de un dominio británico de 46 días. 

El coronel inglés, prisionero de Liniers, fue ayudado a lberarse y fugarse por los oligarcas anglófilos, que querían asegurarse el agradecimiento británico.


Temiendo un segundo ataque, ya que se habían pedido refuerzos, la Real Audiencia de Buenos Aires asumió el gobierno civil y decidió entregar la Capitanía General a Liniers.

Como se dieron cuenta de que no podían contar sino con ellos mismos, los porteños comenzaron a organizarse en milicias según su procedencia. Ventura Miguel Marcó del Pont  organizó y dirigió el Tercio de Gallegos. Liniers entrenó cuanto pudo a los tercios.


En los primeros días del mes de marzo de 1807, el teniente general John Whitelocke fue nombrado comandante de la segunda invasión, con la orden de su gobierno de recapturar Buenos Aires.

Whitelocke llegó a Montevideo, conquistado previamente, el 10 de mayo y tomó el comando general. El 17 de junio el formidable ejército de Whitelocke, compuesto de unos 10 000 hombres, partió. Sitiaron la capital el 4 de julio.

Mientras tanto, había llegado al virreinato la resolución de la corte española declarando al gobernador Ruiz Huidobro, virrey interino. Pero el gobernador había sido embarcado hacia Londres por el enemigo, luego de la caída de Montevideo. Por lo tanto, Liniers, siendo el militar de mayor rango presente, fue nombrado virrey por la Audiencia. Era la primera vez en las Indias en que los ciudadanos elegían a tan alto cargo, normalmente designado en exclusiva por el rey.

El ejército del flamante virrey interceptó el primer avance del enemigo cerca de Miserere, pero la brigada de la vanguardia comandada por Craufurd logró dividir y hacer retroceder a los hombres de Liniers. Al caer la noche, la lucha cesó y muchos milicianos se retiraron a sus casas.

Parecía que todo estaba perdido para los defensores, pero Whitelocke decidió esperar. Suspendió el avance de Craufurd hacia la ciudad y exigió rendición inmediata, aunque, de forma imprudente, dio a los porteños tres días de plazo, que los trercios utilizaron para reorganizar mucho mejor su defensa.

El alcalde de Buenos Aires, Martín de Álzaga, ordenó montar barricadas, pozos y trincheras en las diferentes calles de la ciudad por las que el enemigo podría ingresar. Reunió todo tipo de armamento y continuó los trabajos en las calles bajo la luz de miles de velas.


En la mañana del 5 de julio, la totalidad del ejército británico volvió a reunirse en Miserere. Confiado de la supremacía de su ejército, Whitelocke dio la orden de ingresar a la ciudad en 12 columnas, que se dirigirían separadamente hacia el Fuerte y Retiro por distintas calles. 

Sin embargo, los invasores se enfrentaban a una Buenos Aires muy diferente, laberíntica, llena de trampas, a la que se había rendido ante Beresford.los vecinos en la calle San Pedro arrojaron sobre las cabezas de los "casacas rojas" piedras y agua con grasa vacuna derretida e hirviendo, la cual era muy económica para freír.  Liniers y Álzaga habían logrado reunir un ejército de 9000 milicianos, apostados de forma casi invisible en distintos puntos de la ciudad. 

El avance de las columnas se vio severamente entorpecido por las defensas montadas y por el fuego permanente desde el interior de las casas. Whitelocke vio cómo sus hombres eran embestidos por sorpresa en cada esquina. Mediante la lucha callejera, los vecinos, en el centro de Buenos Aires, superaron la disciplina de  los soldados profesionales. Tras una encarnizada lucha los ingleses se apoderaron de la Residencia y el Retiro, pero iban perdiendo, entre muertos y heridos, unos 1070 hombres. Aquella escabechina los desanimó.

Cuando la mayoría de las columnas habían caído, Liniers exigió la rendición. Craufurd, atrincherado en la iglesia de Santo Domingo, rechazó la oferta y la lucha se extendió hasta pasadas las tres de la tarde. 

El 7 de julio, el general Whitelocke, ante tanta mortandad inesperada, sin esperanza de ganar ni de mantenerse después, comunicó la aceptación de la capitulación propuesta por Liniers y a la cual —por exigencia de Álzaga— se le había añadido un plazo de dos meses para abandonar Montevideo. Las tropas británicas se retiraron de Buenos Aires. Y de Montevideo, el 9 de septiembre. Las bajas inglesas, según sus propios archivos, fueron 311 muertos, 679 heridos, y 1808 capturados o desaparecidos.


La derrota popular de las dos invasiones de soldados profesionales británicos, hizo ver que los grupos de milicias urbanas locales y no la corona, la sociedad civil organizada por pocos militares, eran la fuerza soberana que podía defender el país. Esto formó un primer sentimiento de nacionalidad pre-estatal. La voluntad del pueblo jugó un papel sin precedentes en la destitución de un virrey y en el nombramiento de su sucesor. Todo aquello inició el avance hacia la independencia de los territorios sudamericanos bajo dominio español.-


Hasta aquí el relato del sobrecargo Puime aquella noche. Lo que sigue ahora son informaciones que sólo se tuvieron mucho más tarde en la Biblioteca Marcó, procedentes de documentos capturados por los corsarios de Vigo en buques ingleses:


El gobierno de Londres reconsideró la idea de una tercera intervención militar en América. Esta vez planeaba presentarse como libertador y no como conquistador, para así obtener el beneplácito de los criollos.

El general Arthur Wellesley, futuro Duque de Wellington, tomó a su cargo esta nueva acción, asesorado por el independista venezolano Francisco de Miranda. Tras el fracasado intento de liberar Venezuela en 1806 con la cooperación de los Estados Unidos e Inglaterra. Wellesley tuvo la idea de crear en América una monarquía constitucional, con dos cámaras como en Gran Bretaña, donde los integrantes de la Cámara Baja serían elegidos por los cabildos y terratenientes. Las demás instituciones coloniales españolas serían en principio conservadas.

Las tropas destinadas a América se comenzaron a preparar en el puerto irlandés de Cork, a fines de 1807, serían más de trece mil soldados británicos divididos en tres fuerzas con diferentes objetivos:  

El plan consistía en enviar nuevamente al Río de La Plata, con fecha de desembarco en junio de 1808, una fuerza poderosa y llevar armamento tanto para las tropas británicas como para un ejército criollo que se pensaba reclutar al llegar. También se enviaría una expedición militar a México, cuya antesala serían ofensivas contra Pensacola y Nueva Orleans para dominar el valle del río Misisipí. 

Sin embargo, el principal ejército, unos diez mil británicos, iría a Venezuela a apoyar a Miranda que llegaría antes a alzar a los locales. Tras apoderarse de Barbados y Puerto Cabello, atacarían Caracas, luego Guayana, Cumaná y Barinas para terminar conquistando Panamá y Cartagena de Indias.

Con los veinte mil venezolanos que esperaba reclutar Miranda, Wellesley avanzaría contra la Nueva Granada. Una vez conquistadas Nueva Granada y Venezuela se podrían enviar flotas contra Chile y el Río de La Plata. El plan de operaciones era increíblemente similar a lo escrito en «Una propuesta para humillar a España»─, documento anónimo surgido en Londres en 1711, según el cual se debían promover los odios entre americanos y peninsulares para facilitar una invasión inglesa por Venezuela y el Río de La Plata, avanzando sobre Nueva Granada y Chile, y por último sobre Perú. Con la división de los territorios dominados por Madrid, Londres esperaba monopolizar el comercio en dichas tierras.

Los desastres del Río de la Plata y la evolución de los próximos acontecimientos en Europa, convencieron a los británicos de desistir en sus sueños de conquistar la América española; desde entonces decidieron utilizar tácticas indirectas, financiando las revoluciones, el separatismo y las guerras civiles que fragmentarían el Imperio español. Aprovecharon con ese fin la propaganda hecha durante años entre los criollos por agentes británicos para crear un sentimiento de hostilidad contra la metrópolis, por los supuestos abusos que cometía contra ellos.


 CONTINÚA MAÑANA

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