sexta-feira, 16 de julho de 2021

58 - EL HARTAZGO DE MASETTI

 Masetti, sintiendo un infierno de infiernos dentro de sí por los sucesivos desgarros de sus raíces, había estado moviendo desde Marsella todos los contactos que pudo, para averiguar quién era el responsable de la destrucción de su familia. Al cabo de un tiempo, obtuvo bastantes datos. 

De todas maneras, sus informadores insistieron en hacerle comprender, más allá de sus sentimientos, que incluso siendo comandada la soldadesca por el más noble general, no es posible controlarla del todo. La guerra es la guerra, una de las cuatro plagas del Apocalipsis, le dijo un viejo militar,  y nadie, ni nacional ni extranjero, puede hacer otra cosa que abandonarlo todo ante un ejército que avanza e intentar salvar la vida y la honra de las mujeres, sometiéndose ante la gente armada, si se tiene la desgracia que llegue cerca, o bien intentar resistir, si se tiene fuerza suficiente, lo que para nada garantiza salir indemne y conservando los propios bienes.

Gaspare supo que Charles Pierre François Augereau nació el 14 de noviembre de 1757 en uno de los barrios más bajos de París. Su madre era una verdulera en el mercado del barrio y su padre, probablemente, un albañil. 

Su niñez estuvo marcada por la pobreza y los malos tratos, lo que le hizo desarrollar un carácter difícil. Quienes le conocían decían que era fanfarrón, suspicaz, colérico, desleal y avaricioso. Además carecía de toda instrucción y nunca dejó de hablar el más vulgar dialecto del proletariado parisino. Un físico corpulento y un rostro de rasgos duros, rematado por una prominente nariz aguileña, que contribuía a darle un amenazador aspecto de matón, le hacían muy poco atractivo.  

Se sabía que, cuando dejó a sus padres, se enroló en el regimiento de caballería pesada de Bourgogne, y después pasó a los carabineros, quienes, igual que los granaderos en la infantería, solo aceptaban reclutas robustos y de elevada estatura. Pronto adquirió fama de pendenciero, buen espadachín y duelista, y finalmente tuvo que huir a Suiza después de herir a un oficial, porque se había sentido insultado por  él.

Desde entonces y hasta la Revolución, Augereau se convirtió en un soldado de fortuna o mercenario y en muchos momentos se perdía su pista. Se alistó en el ejército prusiano, donde debió participar en la breve y relativamente incruenta Guerra de Sucesión de Baviera de 1778-79. Probablemente debido una vez más a su físico, fue asignado al regimiento de Guardias de a Pie, llegó con sorprendente rapidez a sargento, y sus oficiales, que le consideraban hombre prometedor, lo presentaron a Federico el Grande.

El anciano monarca, que primero admiró a Francia y después acabó por odiarla, parece que le dijo que era una lástima que fuera francés, porque en otro caso se hubiera podido hacer algo positivo de él. 

Tal vez ofendido por aquel insulto, o porque el ejército prusiano se parecía mucho a una maldita prisión, el sargento Augereau decidió desertar, y demostrando que no era ningún idiota y que a pesar de su agrio carácter poseía dotes de liderazgo, no lo hizo solo, sino que convenció a todo su pelotón de que lo siguiera, desertaron en masa en cuanto vieron una buena oportunidad y consiguieron abrirse paso hasta la frontera sajona, a pesar de la descomunal caza del hombre que se desencadenó enseguida. 

Seguro que el autoritario Federico el Grande se acordó unas cuantas veces del gigantón francés que logró con éxito que un pelotón entero de la Guardia Real le desertara.

Se supo que en 1780 estaba en España, como soldado del Regimiento de Guardias Valones y estuvo un tiempo de guarnición en Barcelona. Algo más tarde se ganaba la vida, a duras penas, dando clases de esgrima en Nápoles. Se sabe que a pesar de sus dificultades económicas, en algún momento de esta época viajó por Grecia.

Por entonces, Grecia formaba parte del Imperio Otomano, pero nada se sabe de sus actividades en territorio turco. Podría ser que algún viajero, diplomático o comerciante, lo contratase como guardaespaldas. Entre 1788 y 1791 pasó por los ejércitos de Nápoles y Portugal. Todo un aventurero internacional.

Pero, cuando empezó la Revolución, los franceses, que siempre habían sido bien recibidos en toda Europa, empezaron a estar mal vistos. Los que apoyaban la Revolución, por revolucionarios, los que habían abandonado el país a causa de su oposición a la Revolución, los "emigrés", como se les llamaba, por traer problemas con los revolucionarios y con el nuevo gobierno francés, y a aquellos que afirmaban no ser ninguna de las dos cosas, nadie les creía. 

Hubo países, como Nápoles, que decidieron expulsar de su territorio a todos los ciudadanos franceses... Impulsado también por el estallido de la guerra, en 1792, Augereau decidió regresar a su patria.

Por aquel entonces, el gobierno estaba en manos de los girondinos moderados, que aspiraban a convertir a Francia en una monarquía constitucional según el modelo británico. Irónicamente habían sido ellos los que decidieron ir a la guerra con Austria, contra la oposición de muchos radicales, que temían que una derrota significara el fin de la Revolución y una victoria la consolidación de la monarquía constitucional o una tiranía militar de oligarcas altoburgueses. 

Pero una alianza entre los moderados y una parte de los radicales, que pensaron que la guerra con Austria provocaría la caída de la monarquía, por ser la reina una austríaca, alcanzó facilmente la mayoría precisa, ayudada por la irresponsabilidad de la prensa y del famoso Lafayette, que gozaba de una inmerecida reputación militar y sostuvo, con muy poco juicio, que el ejército francés estaba en condiciones de derrotar al Austria rápida y fácilmente.

Entretanto Augereau ya tenía 35 años, pero seguía siendo montañés como las piedras. A su llegada a París se afilió a los Cordeliers de Marat, los revolucionarios más extremistas, que consideraban hasta a Robespierre y los jacobinos excesivamente tibios, y se enroló en la Guardia Nacional o milicia de la ciudad, donde con su experiencia, físico y carisma, pronto fue elegido capitán de su compañía. En consecuencia estaba en el lugar justo y en el momento adecuado, cuando se produjo la caída y masacre de los Girondinos. 

El nuevo gobierno radical purgó a lo que quedaba de la vieja oficialidad, que aún conservaba los mandos superiores, y lo substituyó por sans-culottes más o menos auténticos, como Augereau y el propio Masséna.  

Su unidad pasó brevemente por Bretaña, tomando parte en la cruel represión de la revuelta de los chuanes. Luego fue trasladada a los Pirineos Occidentales, donde las cosas en 1793 iban muy mal para los ejércitos franceses. Su actuación fue brillante y el 23 de diciembre lo ascendieron a general de división, el rango más alto en los ejércitos de la República, que había abolido los de Teniente General y Capitán General, y también el Mariscalato, por no fiarse de los altos militares. Una carrera fulgurante, aunque en aquellos días hubo muchos otros oportunistas que consiguieron trepar hasta el poder desde el arroyo.

El prestigioso general Augereau tuvo una parte destacada en las campañas de 1794 y 1795 en los Pirineos, y tras la Paz de Basilea entre España y la República Francesa, pasó al Ejército de Italia, mandado por el viejo y adusto general Kellermann, el vencedor de la batalla de Valmy, que salvó a la Revolución en sus inicios.

Allí Augereau se encontró con André Masséna, que se parecía a él en muchos aspectos y se convirtió en su rival. Los dos eran endurecidos cuarentones de oscuro pasado; los dos eran más guerreros que soldados, más hechos a empuñar el sable a la cabeza de una columna de bravos que a estudiar informes, mapas y mensajes; los dos eran plebeyos de los pies a la cabeza; y los dos albergaban una ilimitada codicia, aunque Masséna era un viejo pirata y contrabandista con un apetito insaciable de mujeres, vino y diversión, mientras Augereau, sencillamente, amasaba cuanto dinero quedaba a su alcance.

Cuando Kellermann fue destituido unos meses después, probablemente por haber sido demasiado franco sobre la dura y carente situación, tanto Augereau como Masséna aspiraban a sustituirlo y asumieron como cosa natural que si el puesto no era para uno, sería para el otro. 

En cambio, el Directorio, en una decisión absolutamente escandalosa, designó a un don nadie, un jovenzuelo indefinido, mitad demagogo, mitad militar, que debía sus charreteras a su amistad con el hermano jacobino de Robespierre y a duras penas se había librado de la guillotina tras la caída de su padrino. Se trataba de un pálido intrigante medio italiano, tan esquelético y mal vestido, que parecía un espantapájaros, cuya experiencia mandando ejércitos se reducía a participar en la toma de Tolón y a cañonear civiles descontentos en las calles de París y que, como todo el mundo comentaba, había recibido el Ejército de Italia como premio por haber librado al más influyente de los líderes del Directorio, Barras, de su ex amante, una fogosa mulata caribeña más bien madurita pero terriblemente coqueta y gastadora, a la que el tal Nabolione Buonaparte miraba como se mira a una diosa. 

Sin embargo, la actitud de Augereau cambió en cuanto conoció en persona al nuevo general. Según una de las fuentes de información de Masetti, su genio de líder y su firmeza le había dejado altamente impresionado y a sus órdenes.

Por su parte, el joven Bonaparte debió quedar asombrado al descubrir que el gigantesco y fanfarrón general de división Augereau no leía las órdenes escritas. Su ayudante tenía que explicárselas de palabra, así como los mapas. 

Pero Bonaparte también supo apreciar sus méritos: Una vez había comprendido su plan, se iluminaba y se volvía un exacto y magnífico realizador, emplazaba con habilidad sus reservas, sabía mover sus columnas en el campo de batalla, se batía con coraje, y a pesar de que mantenía estrictamente el orden y la disciplina, se hacía querer por sus soldados porque cuidaba de sus necesidades y se exponía al peligro más que ninguno de ellos en primera línea de combate. En las campañas de Italia demostró ser un valioso ejecutor y colaborador de la dirección estratégica del corso.

Hasta aquí, todo cuanto Masetti logró averiguar sobre Augereau.

Cuando se enteró de ésto, se rebajó mucho su deseo de justicia o venganza. Decididamente, el general no era más que uno de los animales de guerra que aquel agitado período había hecho brotar naturalmente, como hongos después de la lluvia. La guerra misma, y no alguno de sus actores, ni siquiera Bonaparte, era el responsable del desgraciado final de su familia, por encontrarse en aquel lugar a la hora inadecuada. 

 
El Papa acabaría falleciendo en Valence-sur-Rhône, Francia, el 29 de agosto de 1799, dejando vacante la sede pontificia. Se dijo que, en sus últimas palabras rogó a Dios el perdón para sus carceleros. El clero constitucional negó al cadáver un entierro cristiano; el prefecto de la localidad inscribió en el registro de defunciones: «Falleció el ciudadano Braschi, que ejercía la profesión de pontífice». Muchos periódicos y gacetas de Europa sentenciaron el fin del papado, titulando: "Pío VI y último"

Antes de eso, en 1798, se había declarado la República Romana, se legalizaron el matrimonio civil y el divorcio, se cerraron los monasterios y se confiscaron las propiedades de la Iglesia; en París fue arrestado el representante pontificio. 

A Berthier le sucedería, ocupando Roma, el patrón de Masetti, el pirata André Masséna, bajo cuyo mando el resto de cualquier cosa valiosa que quedase en la ciudad eterna sería saqueada sin el menor escrúpulo.

Se pusieron de moda en París las antiguedades romanas que traían los generales triunfantes o los contrabandistas de Masséna como botín de guerra. Las damas altoburguesas y las amantes de sus maridos se vestían de antiguas romanas, igual que las diosas de pecho desnudo y gorro frigio con escarapela tricolor, que representaban a la República triunfante. Masetti se enteró, por los contrabandistas más chismosos, que Massena había contratado también a un grupo de artistas para que le hiciesen reproducciones envejecidas de las estatuas rapiñadas por él en Roma, cuyos originales se reservaba. 

Sus agentes vendían las falsificaciones escultóricas a los revolucionarios nuevos ricos de París, igual que les vendían las reproducciones de los licores aristocráticos más demandados, que, después de elaborados por Gaspare en Marsella, viajaban como aguardientes artesanales hasta la capital, donde impresores contratados ennoblecían las botellas con etiquetas falsas de marcas muy caras.  

La rapacidad de Masséna escandalizó, incluso, a sus compañeros, los otros altos oficiales franceses, y  fue muy criticada en los periódicos.

Massetti ya estaba totalmente decepcionado de aquella corrupción fétida de todos los valores en los que inicialmente había creído y hasta asqueado de sí mismo por su trabajo de falsificación de marcas de licores, cuyas calidades y sabores él podía mejorar con su conocimiento y creatividad. Se informó muy bien sobre qué rutas seguir para cruzar la frontera de un país que no estuviese en guerra con Francia, sin ser molestado. Finalmente, propuso a Brigitte Dumas que se fuese con él a España.

-No eres el único de mis clientes o amantes que me ha propuesto algo semejante- respondió ella-. Sólo eres el más joven. -Y lo besó en la boca.- Alguno hasta quiso casarse conmigo... pero ninguno de vosotros le llega a la mitad de la altura al marido que ya tuve y que las luchas políticas por el poder me arrebataron. Ahora por fin soy una mujer libre, y mejor hago de puta que de esposa, porque prefiero vivir a mi aire y hacer lo que se me antoje mientras pueda, sin tener que rendir cuentas a nadie.-

Gaspare lamentó aquella cruda respuesta, pero que no aumentó su depresión, porque, en el fondo, se la esperaba. Y hasta se sintió aliviado algo después. 

No se molestó ni en despedirse de los masones, su último descubrimiento en Marsella, porque la masonería había dejado de interesarle al ver que era pura politiquería y oportunismo de trepadores, igual que la revolución. Así que dejó todo dispuesto con su mejor ayudante para que él pudiese seguir dirigiendo la fábrica y atendiendo los pedidos por su cuenta. Le dejó también una carta para ser entregada a Tomasso Conti al cabo de un mes, en la que se despedía de él y le encomendaba que hiciese llegar otra a André Masséna. 

Era una carta al antiguo amigo, sin reproche alguno, llena de agradecimiento por todo lo aprendido junto a él, y deseándole éxitos y felicidad. Le comunicaba que deseaba establecerse por su cuenta, bien lejos, para no competir con él, y que su principal ayudante estaba perfectamente preparado para sustituirle, sin que la fábrica dejase de producir.

A partir de ese momento sólo deseó que las guerras se acabasen, y no admitió en su imaginación otra Nueva Era que no estuviese presidida más que por la paz, sin importar las ideologías con las que cada uno prefiriera alimentar a su emoción y a su cabeza. 

Con su carro de caballos cargado de extractos de los mejores aguardientes y licores que había ido elaborando en aquellos años y con su alambique, Masetti  bajó por Narbonne a Perpignan, pero no quiso llegar al paso fronterizo de Le Phertus, por ser demasiado principal y, por tanto, demasiado controlado. Así que prefirió tomar la desviación hacia el Suroeste, hacia Ceret, y cruzar hasta España por una carretera de montaña muy secundaria, rodeando los pueblitos de noche, para eludir la vigilancia francesa. 

Finalmente, se sintió rejuvenecer al salir de un paso poco frecuentado entre los montes Pirineos, y comprobar que recuperaba su libertad para crear su propio camino.

 

CONTINÚA MAÑANA

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