quinta-feira, 15 de julho de 2021

54 - EL NORTEAMERICANO

Después de la Guerra de los Siete Años, una verdadera guerra mundial, hubo un reparto de territorios, Gran Bretaña pasó a ser la propietaria del Canadá o del Senegal, que antes pertenecían a Francia, y a España le tocó en 1763 la Luisiana, que también había sido francesa.

 Masetti estaba contemplando el mapa de la América del Norte en la biblioteca Marcó y se sorprendía como casi sin querer, y como compensación por sus pérdidas al haber ayudado a Francia a conseguir la independencia de los Estados Unidos, España, además de recuperar la Florida,  se había posesionado de un territorio de más de 2 millones de kilómetros cuadrados, es decir, todo el espacio central del continente norteamericano, cuatro veces el área hispana peninsular.

Una inmensa y fértil llanura, perfecta para continuar los planes colonizadores españoles, ganadería al norte, algodón al sur, el puerto de Nueva Orleans sobre el Golfo de México. Territorio imposible de mantener para Francia, casi lo mismo para España, aunque lindaba con su virreinato de la Nueva España, por el sur, y por el Oeste, desde California hasta el Oregon, más hacia el este de las Montañas Rocosas y, desde allí hasta la orilla Oeste del Misisipí, donde estaba la frontera con los colonos norteamericanos, a quienes Francia y España acababan de ayudar a liberarse de Inglaterra.

 Sin embargo, en 1800, tuvo lugar una reunión secreta entre Francia y España, justo en mitad de la campaña francesa de conquista europea. En esa reunión se pactó que España devolvería Luisiana a Francia... pero nadie podría saber nada de esto, ni siquiera los ministros más cercanos al rey Carlos IV.

Fue así como en 1801 Luisiana volvió a ser parte de Francia, pero ¿para qué? En principio, todo ese territorio sería de vital importancia para ella, ya que representaba la continuación continental de sus colonias insulares en el Caribe. Sin embargo, cuando la independencia de los esclavos proclamó la República de Haití, ter años después, el territorio dejó de tener atractivo.

 Napoleón, obsesionado con  derrotar Inglaterra y dominar toda Europa, vio en los territorios coloniales una distracción y una carga económica. Aquel fracaso suyo en Saint Domingue hizo que el Corso renunciase al inmenso esfuerzo y recursos que costaría retomar la colonización de las vastas praderas del centro de América del Norte, 

 La Luisiana, que había pertenecido a Francia, llevaba cuarenta y un años en poder de España, pero ahora llegaba el momento de retomarla. Aunque no quedó recogido en el tratado, la delegación francesa se había comprometido en San Ildefonso a que, en el caso de que Francia quisiera desprenderse de Luisiana, esta solo podría ser retrocedida a España y a ningún otro país.

Sin embargo, Napoleón le ofreció a la reina española crear un Reino de Etruria en el antiguo ducado de Toscana italiana para su hija, un reino civilizado y elegante, con capital en Florencia, mucho menor en tamaño que Galicia, un estado títere de Francia que, cuando se lo quisiera quitar, se lo quitaba, a cambio de aquel inmenso territorio americano, poblado por tribus salvajes y búfalos. Al rey Carlos IV ni siquiera se le ocurrió pedirle su opinión a los españoles, ni siquiera a los de Nueva España o el Caribe. Para eso era un monarca absoluto.

Cuando lo tuvo en sus manos, el Corso se lo vendió a quien realmente más lo ambicionaba para su expansión, los Estados Unidos. Le dieron por la Luisiana ochenta millones de francos, que el Corso gastó enseguida en sus guerras. Equivalían a quince millones de dólares, o lo que es lo mismo, 7 centavos por hectárea. Una verdadera ganga.

 Napoleón acabó justíficándose diciendo que, aunque no había hecho un negocio muy lucrativo para Francia, aquello le daría a los ingleses del Canadá un competidor nuevo.

 Aquellas grandes llanuras y praderas  estaban relativamente poco pobladas por tribus indígenas. Masetti estudió que  el explorador Francisco Vázquez de Coronado fue el primer europeo en describir la cultura del indio de los llanos. Andaba en búsqueda de una tierra supuestamente rica llamado Quivira. En 1541, Coronado se encontró con los Querechos en el norte de Texas, más adelante llamados Apaches, que vivían en tiendas de campaña hechas de las pieles curtidas de fuertes vacas salvajes llamadas bisontes.  

Fue la introducción del caballo lo que revolucionó la cultura de los llanos después de Coronado. Comenzaron a adquirirlos en el siglo XVI, por el comercio o robándolos de los colonizadores españoles en Nuevo México. En 1592, Juan de Oñate llevó siete mil cabezas de ganado con él cuando  quiso establecer una colonia en Nuevo México. Su manada de caballos incluía yeguas y sementales.

 Más hacia el norte, los Comanches fueron de los primeros en comprometerse con un estilo de vida nómada totalmente montada. Esto ocurrió por la década de 1730, cuando habían adquirido suficientes caballos para poner en ellos a toda su gente.  

 El caballo permitió a los indios de las praderas para ganar su subsistencia con relativa facilidad a partir de los rebaños de búfalos que parecían ilimitados. Hacia 1659, los Navajos estaban atacando desde el noroeste de Nuevo México las colonias españolas para robar caballos. Pero fueron los Comanches en la década de 1730 quienes dominaron en las Grandes Llanuras sur del río Arkansas. El éxito del Comanche alentó a otras tribus indias, como los poderosos Sioux Lakotas, a adoptar un estilo de vida similar.  

Cuando comenzaron a llegar los primeros colonos y granjeros procedentes de Inglaterra y Escocia, en su mayoría protestantes y puritanos, grandes lectores de la Biblia, al territorio de lo que más tarde serían los Estados Unidos, se plantearon un paralelismo con el éxodo de los hebreos en busca de  la Tierra Prometida por Dios a su Pueblo Elegido. La expansión de los europeos en América siempre se realizaba a costa de los derechos de los nativos, los ocupantes anteriores de aquellos territorios.  Un ministro puritano de nombre John Cotton afirmó lo siguiente en 1630:

 "Ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del cielo como el que tuvieron los israelitas, a menos que los nativos obraran injustamente con ella. En este caso tendrán derecho a librar, legalmente, una guerra con ellos y a someterlos."

 Los Estados Unidos. no dudaron ni un momento en aceptar la oferta de la Luisiana por Napoleón, puesto que les permitía doblar su territorio y expandirse hacia el oeste, persiguiendo extenderse hacia los territorios a las orillas del Pacífico, escasamente pobladas por España, porque sus virreyes dificultaban cada vez más las exploraciones y asentamientos de colonos españoles en aquellos lugares tan alejados de su control efectivo. 

 El 30 de noviembre de 1803, en el cabildo de Nueva Orleans, el gobernador español  transfirió el territorio de Luisiana al representante francés  (veinte días más tarde, Francia entregó los Estados Unidos. La mayor parte de los colonos franceses y españoles de la Luisiana, que no eran muchos, recogieron sus bienes y se instalaron en Cuba.  

Los criollos tomaron buena nota de que, igual que el rey Borbón había entregado antes a los ateos de la Convención la mitad de la Isla Española, el primer territorio hispánico en América, en cualquier momento podía hacer un cambalache con sus súbditos semejante al de Sainte-Domingue o la Luisiana, sin preocuparse lo más mínimo por sus intereses.


Cuando aquel barco llegó a Finisterre con la intención de enfilar el mar cantábrico, se encontró con una galerna tan pesada que el capitán acabó por descender hacia el sur y refugiarse en la ria de Vigo.  El joven norteamericano había estado deambulado por la villa y sus playas, subió al castillo del Castro y acabó enterándose de que existía la Biblioteca Marcó, en la cual hojeó un gran libro de El Quijote ilustrado por Gustavo Doré, hasta que pudo hablar en inglés con don Xosué Quinteiro, que también le presentó a Masetti. 


Ahora Gaspare y Sofía se encontraban convidados en su casa, compartiendo con él y con su esposa Teresa la merienda con que honraron  al primer “american” que Masetti había conocido en su vida.

 Se llamaba Washington Irving, tenía menos de 20 años y había nacido en una isla entre ríos, llamada Manhattan, donde estaba la ciudad de Nueva York, aunque contó que su padre había venido de las islas Orcadas, en Escocia, y conociera a su madre, una inglesa de Cornualles, cuando era  suboficial en la Marina Real Británica. Tuvieron once hijos, ocho de los cuales sobrevivieron hasta la edad adulta. El último era el visitante. Don Xosué iba traduciendo para los demás lo que decía:

-Yo nací el 3 de abril de 1783, la misma semana en la que los habitantes de Nueva York se enteraron del alto el fuego británico con el que acabó la Revolución Estadounidense. Mi madre me llamó así en honor de George Washington, el caudillo vencedor. Yo era uno de los primeros norteamericanos que nacíamos libres de la usura terrible de la corona inglesa. 

Mi familia se asentó en Manhattan, donde pasaron a trabajar como comerciantes. Cuando yo tenía 6 años conocí al propio George Washington, que vivía en Nueva York después de su toma de posesión como presidente en 1789. El presidente me dio su bendición. Aquella experiencia acompañó toda mi niñez y adolescencia y, cuando aprendí a pintar, pinté el cuadro de aquel momento en que aquel gran hombre bendecía al niño que yo era. Aún está el cuadro en la pared de mi casa del 128 de William Street.
  
Varios hermanos de mis hermanos mayores pasaron a ser mercaderes en Nueva York y ganaban buenos dólares, los dólares eran los reales de a ocho españoles y lucían las dos columnas de Hércules del escudo de España con una banda uniéndolas, en forma de s, donde ponía “Plus Ultra”, los criollos de Nueva España llamaban “dolor” al real de a ocho, por lo mucho que dolía perderlo, y nosotros acabamos llamándole “dólar”.-
 
-¿Por qué se fue usted a la biblioteca Marcó, don Washington? –Preguntó Sofía, y el señor Quinteiro la tradujo. 

-Oh, muchas gracias por llamarme don Washington, como a don Quijote-, respondió él con una sonrisa franca.- Es la primera vez que alguien me llama así. Desde niño yo amo sumergirme en los libros y en las bibliotecas. Me encantaba Robinson Crusoe y la historia de Simbad de Las mil y una noches.-

Yo no era un buen estudiante, todo aquello me parecía muy aburrido, prefería las historias de aventuras y el drama, y me escabullía de clase muchas tardes para asistir al teatro cuando tenía 14 años.

También adoraba la naturaleza, cuando era adolescente viajé por el río Hudson hasta Johnstown, en el Estado de Nueva York, y pasé por la región. De todos los paisajes del Hudson las Montañas de Catskill tuvieron el mayor efecto hechizador en mi imaginación infantil. 

En mi país todo es muy nuevo ¿Saben ustedes? y no hay edificios antiguos como aquí. Pero hubo un brote de fiebre amarilla en Manhattan en 1798 y mi familia me envió río arriba porque yo era enfermizo, con un amigo. Por allí pude conocer el pueblo cercano de Sleepy Hollow, que era antiguo, con sus costumbres holandesas y con historias muy miedosas de fantasmas. Me parecía viajar atrás en el tiempo cuando me encontraba allí.

 Yo voy a usar ese escenario de las Montañas de Catskill y aquel ambiente de los holandeses que estuvieron en Nueva York antes que los ingleses para escribir algún día un cuento de una persona que se refugia en uno de aquellos bosques en busca de paz y tranquilidad, se queda dormido bajo la sombra de un árbol y al despertar descubre que el mundo que conocía ya no existe y que está en otra época.- 

-Le gusta entonces escribir, como a mi hermano, don Washington?- preguntó de nuevo Sofía. Aunque lo llamara de don estaba claro para Gaspare que lo estaba viendo como un niño grande, un niño grande que le hacía mucha gracia.

-Oh, sí, me encanta -dijo él.- Aunque, hasta ahora, sólo he escrito cartas al periódico Morning Chronicle, de Nueva York, haciendo comentarios sobre la escena social y teatral, bajo un seudónimo, Jonathan Oldstyle... Juanito Viejoestilo... ¿No se dice así?

Cuando mi familia descubrió mi afición a escribir y vieron que yo no iba para comerciante, sino para pintor o escritor, me buscaron trabajo en un bufete de Nueva York como escribiente. Pero eso era terriblemente aburrido… enfermé de aburrimiento, Dios mío. Preocupados por mi salud, mis hermanos mayores me pagaron un viaje para que  conociese Europa y me ilustrase, y aquí estoy.-

-Y cómo lo está pasando? -Preguntó doña Teresa mientras le servía más chocolate.-

-Aún no he visto más que Vigo, señora… pero todo esto es muy hermoso y muy exótico y me encanta tomar chocolate. -Dijo con la mayor simpatía.- Seguro que voy a escribir muchos cuentos y a pintar muchos cuadros sobre esta España tan antigua.-

-¿Y qué nos cuenta de su joven país, señor Irving? -Preguntó Gaspare. 

-Sí que es joven, pero crece muy rápido –dijo él. -Mucha gente emigra allá porque es un buen lugar para sentirse libre, siempre que uno sea un hombre libre, valiente y buen trabajador, claro. Decía el presidente George Washington que “la libertad, cuando empieza a echar raíces, es una planta de rápido crecimiento.”-

-¿A qué llama usted libertad, señor Irving? -Insistió Masetti- Esa es una palabra que, para cada persona, suele tener significados muy diferentes.- 

-Mi libertad, señor Masetti, significa la oportunidad de que yo pueda intentar alcanzar mis más altos objetivos personales con ingenio, trabajo duro y determinación, sin otra limitación que el juego limpio de no estorbar que mis semejantes disfruten de mis mismas oportunidades iniciales para perseguir sus propios objetivos de éxito en la vida.

Si usted llega a los Estados Unidos encuentra un país de abundancia, libre de despotismo, aristocracia, órdenes y monopolios privilegiados, impuestos intolerables y limitaciones en materia de creencias y conciencia. Todos pueden viajar y establecerse donde quieran. Es una tierra de abundancia, amplia, bella y variada, con fronteras infinitas.

No hay libertad sin derecho de propiedad sobre su espacio particular en el mundo. Mire usted, por un solo dólar puede usted conseguir, en las fronteras de la civilización en expansión, el derecho a la propiedad de todo el terreno que una unidad familiar  necesita para levantar la propia casa, cultivar su huerta y tener su corral de animales y el albergue de sus sirvientes. Usted se asocia con sus vecinos para administrar juntos su distrito y cada vecino tiene un voto y puede llegar a gobernar la comunidad por un tiempo, si le eligen por su honradez y eficacia, no importando si es un erudito o un trabajador manual, ni si tiene cien esclavos o ninguno.

No se requiere pasaporte, la policía no se mezcla en sus asuntos ni obstaculiza sus movimientos, si es un hombre libre, lo que se ve apenas en el color de su piel... La fidelidad y el mérito son las únicas fuentes de honor en mi país. Los ricos están en pie de igualdad con los pobres en cuanto a derechos y deberes. 

Nadie ha de avergonzarse de ejercer qualquier ocupación, si lo hace con utilidad y honradez. Nadie limita sus deseos y posibilidades de hacerse muy rico o de vivir con la mayor modestia, si eso es lo que decidió escoger. No hay barreras a la movilidad y ascensión económica o social.

En los Estados Unidos de América la procedencia familiar, el grado de cultura o de riqueza, no confieren el menor derecho político a su propietario por encima de los que tiene el ciudadano más pobre. Tampoco hay nobleza, órdenes privilegiadas o ejércitos permanentes, para debilitar el poder físico y moral de la gente, ni hay enjambres incontrolados de funcionarios públicos para devorar con su ociosidad lo que todos aportamos, con el fin de que existan servicios comunitarios y atención pública a los necesitados.

…Sobre todo, no admitimos príncipes ni tribunales corruptos que representen el llamado "derecho de nacimiento" divino, o la sangre azul. Cuidamos mucho de que haya siempre una separación y contrabalance entre los tres poderes principales de cada estado y de la unión federal de todos los Estados. Eso es lo que llamamos democracia. Nos fiamos muy poco del poder del estado, aunque encontremos necesario un estado mínimo. 

-Bueno, ustedes no hubiesen podido enfrentarse a un estado poderoso, como el británico -argumentó Masetti- si no hubiesen organizado uno.-
 
-Le aseguro que no se necesitó ni un gran estado, que no lo teníamos, ni una mayoría de la población para prevalecer. Bastó con una minoría furiosa, incansable, convencida, entusiasta, para encender la llama de la libertad en la mente y el corazón de los hombres.

Bastó conque entendiésemos que una nación nunca es libre, excepto cuando cada ciudadano no está sujeto a ninguna ley que no haya aprobado, ya sea directamente o a través de sus representantes. ¿Por qué sólo podríamos comerciar con un único proveedor o puerto, aunque podríamos conseguir mejores precios y calidad en otra parte? 

¿Por qué no podríamos tener nuestros propios magistrados o funcionarios? ¿Por qué tendríamos que pagar impuestos que no hemos consentido? ¿Por qué nuestro territorio ha de ser propiedad de un rey distante, cuyos principales intereses están centrados en otro continente?

...Bastó conque entendiésemos que cuatro son nuestros principales derechos naturales: primero, derecho a la vida, segundo, a la libertad, tercero, a la propiedad; Y cuarto, el derecho de cada uno o juntos defendernos de la mejor manera posible. 

Porque tampoco durará nuestra libertad si no podemos defenderla contra quienes se arrogan el monopolio de la fuerza coactiva. Por eso, como no vivimos en un mundo de ángeles, mis conciudadanos tienen derecho a comprar buenas armas, tenerlas en su casa y disponer de ellas para defender sus bienes contra bandidos o salvajes, su dignidad contra quien se atreva a ofenderla, y la libertad de su comunidad, si  surgiese entre nuestros representantes un aspirante a tirano... O contra el propio estado, si quisiese ahogarnos con impuestos abusivos, sólo por permitirnos trabajar, vender nuestros productos o consumir, tal como lo intentaron antes los ingleses, aunque les fue muy mal.

En resumen, estoy convencido de que los talentos, la energía y la perseverancia de una persona tienen muchas más oportunidades de prosperar en nuestra democracia que en cualquiera de las monarquías existentes e incluso que en la República Francesa, que cada día se parece más a una de ellas. Puede ser que en el futuro muchas naciones se inspiren en nuestro modelo de Constitución, para intentar vivir mejor.-

-Don Washington -Dijo Sofía, impresionada-, usted es un hombre muy joven, pero habla como si tuviese cuarenta años de experiencia de vida.-

- Creo que la edad es sólo un sentimiento, mi amable señora.- Dijo el americano, con su bella sonrisa desplegada, levantándose y despidiéndose de todos, para ir regresando a su barco, acompañado por don Xosué.



CONTINÚA MAÑANA

Nenhum comentário:

Postar um comentário