domingo, 4 de julho de 2021

14 - DESPEDIDA

 -Buenos días. Soy su vecino, Gaspare Masetti- dijo a quien le vino a abrir la puerta, señalando la nave de su fábrica.- Don Buenaventura Marcó me pidió que ayude a evacuar Bouzas ante la presencia de una gran flota inglesa. Su casa no está en la posible primera línea de combate, pero sí frente de otra playa adecuada para desembarcar, justo al pie de la villa, y el enemigo nos supera en número de manera abrumadora. Me atrevo a invitarles a que evacúen también, hacia el interior, con sus bienes, durante algún tiempo.-

Enseguida toda la familia Sitge estaba escuchándolo, los padres de Sofía, su hermano mayor, Telmo, otros tres hermanos menores, niños y niñas, un par de viejos criados y ella misma.

Telmo pidió de inmediato a su padre que se ocupara de evacuar a la familia hacia la casa de un pariente en Taborda, en el valle del Rosal, en tanto que él se quedaba a ayudar en la defensa de Vigo.

Su madre, agobiada, comenzó poner objecciones.

Él la cortó, con tanta firmeza como cariño.

-Yo nací aquí, madre. Este señor es romano, pero va a luchar por nosotros. No puedo dejarle sólo. Padre os cuidará.- Y su padre mostró en su mirada, sin necesidad de decir nada, que, por honor, no se podía hacer otra cosa y que estaba orgulloso de su hijo.

Los ojos de Sofía eran iguales a los de su padre. Y las cejas. También ella, sin necesidad de decir nada, le estaba diciendo que le amaba, que se cuidara y sobreviviera, para que pudieran reencontrarse en cuanto esta crisis pasase.

En un segundo de mirarse, Gaspare le confirmó lo mismo en silencio y le juró que nada, ni nadie, le impediría volver a verla y que estaba loco por abrazarla.


Poco después del mediodía, Gaspare llegó al barrio pescador de Bouzas junto a los siete voluntarios de su fábrica, todo el personal, y Telmo Sitge, conduciendo tres carros de transporte de mercancías, entre los que venían alimentos, armas, ropas de abrigo y un buen acopio de sus licores "para dar valor a los soldados y aliviar sus heridas", como su abuelo don Sixto habría dicho.

Se puso a disposición de Ramón Genaro Marcó, que ya llevaba un buen tiempo ayudando a evacuar a los vecinos hacia el valle del Fragoso, y despejando y acondicionando los lugares donde pensaban situar los cañones de defensa del lugar, que su padre aún no había logrado enviarle. De momento sólo contaban con tres muy viejos allí mismo encontrados, supervivientes de antiguas guerras.

Justo cuando acababan de llegar, los vigías avisaron que una columna de barcos de guerra ingleses avanzaba hacia la playa de Samil desde las islas Cíes. Esa playa era un inmenso arenal situado al sur de Bouzas y Alcabre. Ideal para intentar un desembarco masivo.

-Don Gaspar, Samil no está defendido porque no tengo gente suficiente para cubrir tanta costa -dijo rápidamente Ramón Genaro.- Pero tenemos que hacer creer a los ingleses que sí lo está. Le pido que haga el favor de llenar sus tres carros con todos los voluntarios armados de mosquetes que pueda, vayan hasta allá, coloque un hombre cada diez metros entre los pinos a lo largo de toda la playa y los haga salir de forma visible, apuntando, cuando Xan Carallás agite esta bandera.

Entregó una gran bandera de la Armada Española prendida en una pica a uno de sus hombres, bajo y delgado, con cara de pescador, y le hizo subir a un carro. Luego pidió voluntarios entre sus colaboradores, y en muy poco tiempo, los tres carros, cargados de algo menos de treinta hombres apretados al máximo, ya estaban saliendo hacia el arenal sur de Vigo, por un camino interior.

-No disparen un solo tiro, a menos que los ingleses comiencen a arriar lanchas de desembarco- había insistido antes Ramón Genaro.- Si en ese momento se resguardan en el bosque y oigo sus disparos, les enviaré enseguida la mitad de los hombres de que dispongo. Sin embargo, si desembarcasen en Alcabre o Bouzas, ustedes escucharán, no salvas de cañones, sino estruendo de fusilería. En cuyo caso, vénganse a toda prisa y atáquelos desde el sur, mientras nosotros disparamos desde el norte y el este.-

Por el camino, Masetti se fijó en el tal Xan Carallás, que iba con él, abrazando la bandera recogida tal como se abraza un tesoro, sin responder más que con monosílabos respetuosos a todos sus intentos de iniciar una conversación. Finalmente, salió de su mutismo, para avisarle de que ya estaban ante el centro de la playa que había al otro lado del espeso bosque de pinos que flanqueaba el camino de tierra. Bajaron todos y se asomaron a la costa entre los árboles, cuidando, de inicio, de no mostrarse.

Los cincuenta barcos de guerra británicos avanzaban por la ría en una columna majestuosa y llena de poderío. Enfilaron directo desde las Cíes la isla de Toralla y, llegando lo más posible cerca de ella, hicieron un cuarto de giro a babor y formaron una muralla de buques paralela a la playa de Samil. Cientos de cañones apuntando. Masetti no tenía ningún catalejo para observar sus caras, pero se los imaginó reconociendo cada palmo de terreno y calibrando las posibles defensas y debilidades hispanas, o el mejor lugar para lanzar el desembarco.

Dejó a Xan Carallás en el centro y fue distribuyendo hombres a lo largo de todo el bosque, hasta el extremo sur de la playa, donde desembocaba un río. Telmo, convertido por un intercambio de miradas en su asistente, distribuyó a la otra mitad hasta el extremo norte, donde grandes masas de rocas separaban la playa de Samil de la primera de las de Alcabre.

La armada enemiga ya formaba una amenazadora línea de combate enfrentada en directo contra la playa de Samil, que estaba perfectamente a tiro de sus cañones. En ese momento, según lo acordado, Masetti salió del bosque a la blanca arena apuntando su mosquete frente a si. Se sintió tan terriblemente vulnerable como un condenado a muerte maniatado ante un pelotón de fusilamiento. En un instante podrían borrarlo de la playa y de la vida con un cañonazo certero. Para mantenerse, comenzó a recitar un Padrenuestro en voz alta y luego, olvidando su segunda parte, otro y otro.

Inmediatamente, el escuálido Xan Carallás salió también a la playa agitando su bandera como en una danza, seguido de la línea de treinta hombres que se dejaron ver atrás de él, cubriendo toda la playa y apuntando sus armas.

Xan Carallás danzaba una loca coreografía con su bandera, acercándose a las olas que rompían en la playa, chapuzando sus pies en el agua, haciendo gestos de provocación para los ingleses, retándolos a desembarcar y enfrentar la pica de su bandera, gritándoles todos los insultos y palabrotas que conocía, que eran bastantes, tanto en gallego como en español.

Gaspare imaginó como deberían estar viéndolos los británicos desde sus buques: Toda la playa ocupada por una larga línea espaciada de hombres armados desafiándolos, tal vez muchos más hombres y piezas de artillería apostados entre los árboles. Un loco con una bandera llamándolos con gestos furibundos desde la orilla. Algunos artilleros lo tendrían bien encañonado y estarían encantados de que les dieran orden de hacerlo saltar por los aires en mil pedazos.

Pero no hubo tal orden. La escuadra enemiga siguió deslizándose bien enfilada, hacia su derecha, rebasando su cabeza la mitad norte de la playa de Samil hasta casi asomarse a la de Alcabre.

Desde donde estaba, Masetti no podía verlo, pero escuchó la primera salva de advertencia disparada desde un cañón de Alcabre, seguida por otra en la playa de Bouzas, otras dos desde los castillos vigueses y tres más, que dejaron ecos, desde el arco de buques corsarios que formaban medialuna entre Vigo y Cangas, cerrando la ría.

El tiempo se paró. En cuanto arrancara el siguiente momento podría comenzar el combate, y el final de la retaguardia inglesa aun encañonaba de frente la parte de la playa de Samil donde él se mostraba, repitiendo comienzos de Padrenuestros mecánicamente.

No hubo ninguna respuesta por parte de los británicos. Manteniéndose fuera del alcance de las baterías españolas, la larga fila de velas blancas majestuosas, acabado su reconocimiento del escenario, dio una elegante vuelta sobre sí misma y regresó en orden a las Cíes, con la mayor lentitud, como si no hubiera una guerra de por medio, sino una bella regata a disfrutar.

Hacia el fin de la tarde, el último buque de línea inglés se incorporó a la gran escuadra ante las islas. Masetti mantuvo hasta ese momento a su fila de hombres formada y ocupando el perímetro de la playa, con Xan agitando su bandera de vez en cuando. Era maravilloso y triunfal estar vivo y ver aquello.

El cielo estaba de un azul acuarela que se teñía de violeta y el disco solar bajó dorado hasta el horizonte marino, justo en medio de las dos islas mayores, ofreciendo un espectáculo tan espléndido, que Gaspare se dolió de que Sofía no pudiera estar a su lado, compartiendo.


CONTINÚA MAÑANA.

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