domingo, 27 de junho de 2021

8 - LOS BARRIOS DE MASETTI

 En su primer tiempo en Vigo, Gaspare sólo visitaba el Casco Viejo, o el Berbés de los pescadores de toda la vida, cuando le era necesario. Sus barrios preferidos eran los extramuros y más modernos del lado noreste. Saliendo de la muralla por la Puerta de la Gamboa, tras cruzar los caños que bajaban del monte del Castro, donde hacían su toilette las gaviotas, chapoteando contentas en el agua dulce que desembocaba en la playa, se encontraba El Arenal, el amplio barrio de los catalanes, donde estaban la Aduana y el principal fondeadero de buques. 

Frente a él, el Villar-café, al que concurrían los vecinos de allí mismo y los tripulantes y pasajeros de los buques nacionales y extranjeros que nunca faltaban en el puerto, y que, de noche, quedaban incomunicados con la villa amurallada después de cerradas sus puertas, igual que él, aunque Buenaventura le había conseguido un salvoconducto.

En el Villar-café, Masetti conversaba a veces con marinos o pasajeros franceses en su idioma, conversas con las que pudo ordenar en su cabeza, bastante mejor que a través de la prensa y de las opiniones de los españoles, la evolución política del país que había abandonado cuando dejó Marsella, después del choque que le produjo la noticia de la muerte de toda su familia italiana durante la invasión de la Romaña y de sus Estados Pontificios natales, ordenada por la República Francesa y comandada por el general Bonaparte.

El Primer Directorio, el que regía desde París la Revolución, ya aburguesada tras el derrocamiento y ejecución de los terroristas jacobinos, estaba formado por puros politicastros corruptos que abandonaron la ideología tinta en sangre de la "libertad, igualdad y fraternidad" por la "acumulación descarada de poder para hacer dinero rápidamente", y que autorizaron la megalómana aventura de Napoleón en Egipto y Siria, con la esperanza de que aquel peligroso milico se perdiera en ella y no volviese más.

Sin embargo, tras perder miles de hombres, flota y recursos, sin conseguir nada de lo que se había propuesto, salvo poner de moda todo lo faraónico en París, Bonaparte dejó, sin lealtad ni compasión, a su ejército completamente abandonado a su suerte en Egipto; regresó sólo a Francia y dio su golpe de estado del 18 de brumario, o de noviembre, en 1799, acabando con el segundo y último Directorio autoritario, y comenzando el Consulado con la proclamación, un mes después, de la Constitución del Año VIII de la República.

Con Napoleón como Primer Cónsul indiscutible, Urquijo, el ilustrado ministro reformista con el que el monarca español, Carlos IV, sustituyera anteriormente a su valido Godoy, comenzó a dejar de ser un interlocutor conveniente ante el dictador de Francia, que ahora quería reconciliarse con los católicos y que permitió que un nuevo papa, aparentemente más sometido a él que el anterior, fallecido en su cautividad, retornara al trono pontifical en una Roma de la que retiró, justo antes, el disfraz de República Romana, junto con las tropas francesas que la impusieron.

Todas las reformas propuestas anteriormente por ministros reformistas para contentar a los que querían dar una mayor participación a los representantes del pueblo en la conducción política de las Españas, acompañando a las castas privilegiadas de siempre, se pararon por orden del Rey, ya que parecía evidente que la amenazante Revolución de los vecinos había sido finiquitada y superada por Napoleón, quien cada vez conducía con mayor firmeza a Francia hacia una autocracia sin corona. Por tanto, para Carlos IV no había más razones para ceder poder ante los que querían reformar el viejo régimen, que también era una autocracia. La monarquía española comenzó a cerrarse en el retorno al absolutismo borbónico más tradicional.

El panorama internacional continuaba dominado por el bloqueo inglés, por una parte, y, por otra, por los pactos contra Inglaterra del Rey de España con el Primer Cónsul francés, quien iba ninguneando a los otros cónsules y centralizando en sí, como sin querer, todos los poderes del estado, comprando a los medios de información, que convertían sus derrotas en Oriente en hechos heróicos, y diluyendo en la práctica la separación real entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial, que era lo mismo que diluir la República en la Dictadura, tal como había hecho julio César en el remoto pasado, aunque conservara todavía, de cara al público conformista, un Senado amordazado y adulador.

Así, España se aliaba a un viejo enemigo contra otro, común a ambos y muy depredador en el mar, volviendo a subordinar su política exterior a la francesa, igual que en el tiempo del Rey Sol y de los Pactos de la Familia Borbónica, queriendo ver un nuevo Sol en el dictador corso, y no queriendo ver, para nada, con ceguera suicida, que aquel antiguo jacobino antiborbónico que se disfrazaba ahora de estadista moderado y respetable, amante del derecho y del orden, no estaba dispuesto a tener otros satélites que aquellos, de su propia sangre o mente, que su voluntad ambiciosa quisiese colocar alrededor de su órbita.

Aquella alianza restaurada hizo brotar en las Españas, como hongos después de la lluvia, a un nuevo tipo de afrancesados. Los viejos afrancesados eran los hispanos aristocráticos de élite que, desde que la dinastía de los Borbones sustituyera a la de los Austrias, miraban siempre hacia Francia como hacia el amanecer de las luces progresistas que iban a iluminar y civilizar a la España oscura anterior, defensora acérrima del Catolicismo, modelo de todo lo retrógrado, que no se comprendía como había conseguido, a pesar de la brutalidad e ignorancia que le atribuían los ilustrados y masones, organizar y mantener durante más de tres siglos el primer imperio global.

Los nuevos afrancesados, y también los había en Vigo, eran ahora los jóvenes petimetres de la burguesía, no sólo más ilustrados aún que sus padres, no sólo más despreciadores que ellos del conservadurismo tradicional de la masa popular del pueblo español, sino fanáticos admiradores del genio del cónsul Bonaparte, que sentaba un modelo para toda Europa de cómo se podían instaurar en paz y firme conducción los aspectos más modernos y progresistas surgidos de la última Declaración de los Derechos y Deberes del Hombre y del Ciudadano proclamada por el Directorio Galo en 1795, sin tener que pasar por el indeseable período radical del Terror que la Revolución provocó.


El Arenal disponía de tres fuentes públicas para la variedad de sus vecinos, y en casi todas las huertas de las casas particulares había pozos potables; ya que por todas partes de este dilatado barrio brotaban innúmeros manantiales de aguas muy puras, más agradables y ligeras que las de la villa.

Hacia el centro de las casas pertenecientes a la parroquia de Santiago de Vigo, se hallaba situado el convento de religiosas, que era de la Orden Tercera y dependiente del Obispo de Tuy. Este convento estaba bajo a advocación de Nuestra Señora de los Remedios y el estilo del edificio denotaba cierta antigüedad. Abundaban alrededor las elegantes casas nuevas de la clase empresarial.

Saliendo del Arenal en dirección a la parroquia de Teis, se encontraba la playa de Guixar, donde se alzaba, entre otras naves y algunas casas y huertas, al borde del sendero, su fábrica y almacén de licores. Desde que la adquirió de Marcó del Pont, Gaspare, sin abandonar su residencia en una pensión confortable en Santiago de Vigo, mandó habilitar un pequeño cuarto al fondo, en la segunda planta, subiendo una escalera de hierro, junto a su despacho, desde donde se veía por dos grandes ventanas el monte de la Guía.

Siete empleados trabajaban para él. Los instruyó y los organizó con tanta dedicación desde el inicio, que ahora mismo conseguían hacer fluir a producción perfectamente, con lo que ganó una mayor disposición de su propio tiempo.

La parte de atrás de la nave daba a un amplio patio con un par de manzanos, una higuera siempre aromática, un níspero y un cerezo, patio que terminaba ante una mole de rocas escarpadas, con muchas grietas profundas por las que se deslizaban lagartijas. Estaba la espesa maleza verdecente brillando toda de miles de margaritas amarillas que contrastaban con muchas otras flores silvestres, blancas y lilas. Era una naturaleza bien hermosa la de aquella tierra.

Sonaban los cantos de los mirlos negros de pico amarillo y los piares de los pequeños gorriones pardos, se posaban y partían urracas negriblancas, palomas, torcaces, tortolitas, golondrinas ondulantes y las elegantes gaviotas de la ría, que venían tierra adentro cuando había borrasca en el mar.

Cada una de estas aves parecía tener su pareja y, en primavera, se veían revolando y jugando juntas entre la vegetación, tan concentradas en alegres cortejos como si no hubiese un mañana. Normalmente Gaspare estaba sumergido e sus trabajos y negocios, en sus libros, paseos por sus barrios y conversas, pero esos eran los momentos en que más sólo se sentía.


CONTINÚA MAÑANA

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